La tragedia de Santiago ha traído
a mi memoria otra, la del 11 M. Recuerdo que aquella mañana, al subir al
autobús, encontré a un hombre que hablaba compulsivamente. Había logrado escapar
de aquel infierno y todavía se
encontraba en estado de shock.
“Cuando vi la dimensión de
la valla, me pareció increíble que yo hubiera sido capaz de saltarla”, explicaba
tembloroso a los pasajeros,” No sabíamos hacia dónde dirigirnos, Corríamos de
un lado para otro porque en cualquier lugar podía explotar otra bomba”.
“¡Qué horror!”, repetía y se
tapaba la cara con las manos.
El relato de aquel hombre se
me quedó grabado. Cuando vi la cantidad
de gente que permaneció en los andenes para ayudar a los heridos, imaginé lo mal
que lo pasaría al ver la TV, al darse cuenta de lo mucho que corrió para huir
del caos, y a los muchos que dejó sin atender. Imagine también lo difícil que debe
resultar en esos momentos tomar decisiones. ¿Somos cobardes o valientes?
Pues quizá depende. Depende del momento,
de la situación, de lo que veamos, del miedo.
La valentía en algunas ocasiones
tiene que producirse antes, mucho antes de la tragedia, en frío.
En cierta ocasión, un
conductor de autobús articulado, cargado de pasajeros, se picó conmigo porque
lo adelanté, y él, para asustarme, me adelantó por la derecha y luego por la izquierda, se
acercó mucho, y luego se alejó. Así estuvo un buen rato. El autobús articulado se
desplazaba peligrosamente de un lado para otro, pero él continuaba queriendo castigarme.
Le tomé la matricula y lo denuncié a su empresa, pero no me hicieron ni caso. Posteriormente
escribí una carta al concejal de transporte, y otra a la empresa con copia a
cada una de ellas. En las denuncias les decía
que un conductor no se comporta de esa forma una sola vez en la vida, que esa actitud es el
resultado de una forma de ser, y que de su
forma de conducir depende la vida de un
buen número de pasajeros, por lo que si en un futuro se producía un accidente
por conducta negligente y temeraria de ese mismo conductor, la responsabilidad caería
a cargo de la empresa y del concejal por no haber tomado medidas a pesar del
aviso.
Las cartas fueron entregadas por registro. Y ahí, sí. La empresa acusó recibo y se deshizo
en explicaciones. Había tomado medidas.
Quizá de no haber puesto el
dedo en la llaga, es posible que ese conductor hubiera seguido transportando pasajeros de un lado para otro, picándose con los conductores y asustándoles sin
mirar las consecuencias. Hubiera podido ocasionar una catástrofe similar a la producida en
Santiago, y los responsables de la empresa se hubieran ido de rosita.
Y es que ser valiente en
plena tragedia, tomar medidas cuando el horror ya ha llegado, parece ser más
fácil que ser valiente antes, adelantarse y evitar que se produzcan estos
hechos.
No es habitual, aunque pueda
ocurrir, que alguien actúe de forma temeraria un solo día en su vida. No es habitual
que sus jefes no conozcan los malos hábitos de sus empleados, o sus
desequilibrios. Lo que sí es habitual es mirar hacia otro lado a la hora de tomar
decisiones. Despedir o dar de baja a un empleado, con las
consecuencias familiares que eso conlleva, resulta difícil, no lo niego. Sin
embargo, si por evitar esos males se
consiente la tragedia, la responsabilidad es del que la permitió.
Cuántas “doctoras Mingo”,
habrá por los hospitales, cuántos pilotos haciendo vuelos transoceánicos con desequilibrios diagnosticados, cuántas personas con permiso de armas arrastran
una enfermedad mental o una visceralidad preocupante, cuántos jefes han hecho
la vista gorda ante casos flagrantes por
no comprometerse, por un…, que lo haga otro.
No sé si se trata de
valentía o firmeza, pero hay empleados que no deberían tener la vida de otros
en sus manos, y jefes que no merecen serlo.
Por eso solo pido un deseo:
que llegado el caso, me pille valien
2 comentarios:
estupenda reflexión, Carmen.
Sí, yo también quiero que me pille valiente.
Besotes
Gracias Ángel.
Espero que pases un buen verano.
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