Paula había quedado con Ramón a las seis de la
tarde de un caluroso día de julio.
Conducía intranquila por la
carretera pues no había tenido tiempo de pasar la ITV y temía que la policía le
diese el alto. Cuando llevaba recorrido la mitad del trayecto, el volante dejó
de obedecerla, y el cambio de marcha
pareció desencajarse. Estaba asustada. El coche se le iba de las manos. Lo
único que ocupaba su mente era poder aparcarlo en algún lugar no prohibido. Tenía
que pedir ayuda.
No muy lejos de donde había
detenido el coche vio un aparcamiento libre, tenía que intentar llegar hasta
allí. Forzó la marcha, y el motor desprendió un fuerte olor a quemado. Sin
embargo lo más importante parecía estar hecho, había logrado aparcar en una
avenida concurrida.
Bajó del coche con su perra
Leda, buscó el móvil en el bolso, pero…, ahí empezó la tragedia; no lo encontraba.
¡No estaba el móvil! Vació el bolso sobre el capó, vació la guantera, pero lo
había olvidado. Intentó buscar una cabina de teléfono pero hacía tiempo que las
habían quitado, o por lo menos no era fácil encontrarla.
La angustia empezó a
apoderarse de ella. Pensó en coger el autobús pero no la dejaron subir por
llevar un animal. Leda no cabía en el diminuto bolso que llevaba.
Respiró hondo y contó hasta
diez.
Buscó una cafetería dónde
pedir un listín de teléfonos, pero no tenían.
-Solo le puedo ofrecer las
páginas amarillas -le explicó el camarero.
¿Páginas amarillas? No le
servían de nada.
Deambuló bajo el sol de la
tarde con Leda en sus brazos. Intentó encontrar un listín telefónico de los de siempre,
uno blanco, pero parecía imposible.
- Hace tiempo que no nos
llega -dijo el hombre.
Tampoco encontró una cabina,
ni un teléfono de fichas para llamar.
Paula sintió que el aire no
le entraba en los pulmones y empezó a hiperventilar. Una señora que estaba
tomando una horchata la vio tan apurada que se conmovió y le ofreció su móvil.
-Úselo señora. Llame desde
el mío.
Pero cuando Paula lo cogió aliviada, se dio
cuenta de que no recordaba ni un solo número de teléfono, ni siquiera el de su
hijo. Hacía mucho tiempo que se había olvidado de memorizar. Era tan fácil
encontrarlo todo en el listín del móvil. Incluso había olvidado el apellido de
aquellos que podrían figurar. Ramón no figuraba, hacía tiempo que se había dado
de baja en el fijo, ¿para qué? Sus amigas no figuraban por su nombre sino por
el de sus maridos. Y ella había olvidado el apellido de todos. Su mente se había
llenado de una bruma espesa que le
impedía recordar. De pronto la calle le pareció desértica, su mundo borrado por
completo. Estaba sola en medio de la nada, sin siquiera ser capaz de utilizar
el teléfono que la señora le ofrecía.
Unos motoristas de la
policía pasaron por su lado, pero ella no se atrevió a llamarlos, se acordó de
la ITV. Sintió la angustia de la soledad, de la impotencia, y como si hubiera
caído en un alzhéimer repentino, tuvo deseos de ponerse a gritar, de pedir
auxilio.
Sin móvil no era nada, no
había consuelo. Ni siquiera era capaz de pensar.
De nuevo entró en la
cafetería en la que le habían ofrecido páginas amarillas. ¿Su dentista quizá
pudiera darle alguna pista? O, no, mejor buscaría la dirección de su peluquería,
ellos podrían proporcionarle el número de su amiga Laura. Llamó con el móvil de
la señora. Tuvo suerte, todavía no habían cerrado.
Por fin dio con Laura, que contactó
con Ramón, que fue a recogerla, que la encontró destrozada.
Nunca podría haber imaginado
que su vida pudiese ser tan frágil sin su móvil. Había perdido los recuerdos.
“A partir de ahora llevaré
una libretita con todos los datos apuntados, como hacía mi abuela”, me explicó.
“O quizá, mejor los memorice, no sé”
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