Cuando sueño me lo
tomo todo a guasa. Es decir, que si mi sueño va de que estoy en una
entrevista de trabajo, como sé que no es verdad, me entra la risa floja, subo
las piernas encima de la mesa del entrevistador, las cruzo y le pregunto con
mirada chulesca: “¿De verdad cree usted que por ese salario voy a trabajar doce
horas?” Él me mira contrariado y me dice: “Su horario en el papel será de ocho
horas, pero como trabajará en una entidad bancaria ubicada en un centro comercial,
deberá permanecer en su puesto hasta que cierren, es decir, de ocho AM a ocho
PM”. Suelto la carcajada y mientras, golpeo la mesa repetidas veces. El
entrevistador me echa mientras me grita que por ese puesto hay bofetadas. Luego
me despierto y vuelvo a cerrar los ojos para ver si puedo continuar un poquito
más. Necesito tiempo para agarrar al entrevistador por las solapas y soltarle
cuatro frescas, pero no lo consigo, el despertador me recuerda que cómo llegue
tarde al trabajo y me despidan, me tendré que apuntar al paro, soportar un
curso acelerado de esos en los que se queda dinero todo el mundo menos yo, me veré
obligado a pasar una entrevista en la que me pedirán que viva en las bodegas del
centro comercial porque gracias a eso se está reduciendo el paro una barbaridad,
y yo tendré que continuar firmando lo que sea menester.
Es lo malo que tienen
los sueños, que te acostumbras, te aturrullas y acabas sin tener muy claro si
lo que te pasa es sueño o realidad. Algunas veces me despierto y otras no. Es
decir, que algunas veces resulta que no estoy soñando y la monto. Temo acabar
como la madre de mi amiga Celia, que está convencida de ser la novia de Bertín
Osborne y se pasa la vida comprando ropa low cost para sorprenderlo cada vez
que sale en la tele.
He preferido acudir a
un psicólogo para que me ubique. Es decir que sea capaz de hacerme distinguir
lo real de lo imaginario.
Me recibe cordial y me señala un sillón para que me siente y
le cuente mi problema. Nada más empezar a hablar lo veo observar su móvil como
de reojo. Me siento superflua, pero continúo con lo del sueño y la vigilia. Él
hace como que me escucha, pero no deja de mirar al móvil y sonreír. Yo dejo de hablar y él se da cuenta
de que me he percatado de su falta de interés, se hace el cercano y me hace
partícipe de sus alegrías. “Es un amigo que me envía un whatsapp. Dice que me espera en la cafetería del Corte Inglés para
que nos tomemos unas cañas. No me puedo negar”, me explica. Me pregunto si él
también creerá estar en un sueño y por eso se ríe del paciente en su propia
cara. “Continúe por favor”. “No, mejor vuelvo otro día”, le digo, y me dirijo a
la consulta del traumatólogo porque tengo cita para hacerme una ecografía.
Cuando ya ha terminado y estoy embadurnada de gel hasta los talones, suena su
móvil y sale disparado de la consulta para nunca más volver. Salgo a la calle envuelta
en gel y como pienso que él también debe estar sumido en un duerme/vela, decido
buscarme un novio imaginario, como la madre de Celia. Total, cada día llevamos peor
la realidad.
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