Desde
que me operé de la vista me propuse leerlo todo. Y cuanto más diminuta fuese la
letra, más empeño le ponía a descifrar el contenido. Para mí la letra pequeña
se había convertido en un reto, algo así
como desentrañar los misterios de la piedra Rosseta. Sin embargo lo que no
sabía era que me iba a traer tantas sorpresas. Lo normal es que te digan que
aceptes las condiciones antes de firmar cualquier petición, y lo normal también
es que lo aceptes poniendo un aspa en el que dices haber leído las condiciones
y estar de acuerdo en todo. Lo haces porque no estás dispuesta a echar la tarde
y la lupa cada vez que te bajas una aplicación, firmas una tarjeta o pides más
megas para tu móvil.
Sin
embrago, desde que soy capaz de leer hasta la letra que ni el oftalmólogo se
atreve a ponerme delante, me he llevado sorpresas muy desagradables.
La
primera me la dio el banco cuando me ofreció una tarjeta gratuita y negra que me permitía entrar en la sala VIP de
los aeropuertos como si fuese el mismísimo Messi. Me hizo ilusión, la verdad. A
mí es que solo nombrarme una “black” ya me imagino la lámpara de Aladino con
mago incluido para cumplir mis deseos y me alboroto. La solicité y hasta que no
llegó, no pequé ojo. Temblorosa abrí el sobre que la contenía y me dediqué a
leer la cara frontal. Tenía pegada la tarjeta y unas someras indicaciones de
para qué servía. Dichas indicaciones tenían un cuerpo de letra 12, un
interlineado de 1,5, párrafo con sangrado en la primera línea y una claridad
total. Allí te contaban que con la tarjeta al cinto tenías derecho a tomarte en
la sala VIP de cualquier aeropuerto; güisqui, gin tonic, refresco, cerveza,
café etc. También podías tomar una tapa o dos, e invitar a los amigos que
quisieras para “darte pote”. Que en la sala disponías de wifi, información de
entrada y salida de vuelos, sofás, prensa, revistas… Hasta te podías dar una
ducha si te sentías acalorada de tanto agasajo.
Y si
no hubiese sido porque estaba yo en lo de la operación de la vista y quería
probar mi visión nocturna, hubiera dejado el asunto como tantas veces, pero en esta
ocasión di la vuelta al folio y cual fue mi sorpresa al leer las condiciones reales
del contrato en tipo de letra 1, interlineado apelmazado, sombreado neblinoso,
y amplitud tamaño pulga. Aún así no cejé en mi empeño de descifrar. No se
comprometían a nada de lo dicho. En primer lugar lo de que te diesen wifi era
muy relativo, en algunas salas sí y en otras no. De la información de salida y
entrada de vuelos no se hacían responsables, las revistas y la prensa dependía
de las ganas que tuvieran ese día los encargados. Las bebidas alcohólicas se
pagaban aparte y la tapa ni te cuento. De la ducha ni se hablaba, te cobraban 24 euros cada vez que pasabas la
black por la ranurita para entrar en la sala VIP, y si se te ocurría llevar
amigos, pagabas 24 euros por amigo y fanfarronada. No seguí leyendo porque me
volvió de pronto la miopía, el astigmatismo y la vista cansada. Fue entonces
cuando me pregunté la cantidad de veces que había firmado en barbecho tarjetas
y condiciones, tanto en internet como en
papel, sin saber lo que escondía la letra pequeña. De pronto comprendí por qué
me escribe una bruja a mi correo para leerme el porvenir, por qué me venden
aspiradoras ambulantes, métodos para hablar uruguayo en dos semanas, y por qué
me obligan a pagar gastos de teléfono o electricidad de los meses que estoy fuera
de casa. Seguro que cada vez que pongo un aspa aceptando condiciones, estoy
vendiendo mi alma al diablo. Y lo más triste es que lo hago tan campante. Todo
por no tener el tiempo, la vista y las ganas de cotejar la letra pequeña de lo
que firmo o ponen ante mis narices. ¿Qué estaré firmando realmente cada vez que
me bajo una aplicación para el móvil, un antivirus, digo que me gusta “La rosa
del azafrán” o me empeño en limpiar la basura de mi móvil?
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