De
pequeña soñaba con tener un marcapasos como el de mi abuela. Ella decía que con
un marcapasos el corazón siempre está controlado, siempre late, no se acelera,
no te enfadas, no te sientes triste, lo programas para reír y para cumplir tus
sueños. Un marcapasos evita las tristezas, esas tan raras que a ella le
entraban a las seis de la tarde. Eso me contaba cuando le pedía que me lo
dejara tocar, cuando le preguntaba si le dolía, si se iba a morir al
quitárselo.
Un
día, cansada de que no me hicieran caso, decidí pedírselo a los reyes, pero
ellos tampoco querían hacerme ese regalo. Y así pasé mucho tiempo, tanto que
hasta lo olvidé. Pero, según dicen, existe una ley en el universo que atrae
todo lo que se desea, es como una especie de agujero negro, de ondas
gravitacionales, de curvatura que nadie entiende pero que sabemos que está ahí.
Dicen que algunos científicos lo han descubierto, que no es que lo hayan visto
sino que lo han detectado a través de fórmulas matemáticas, pero nadie lo ha experimentado
todavía, y como lo que no se controla no existe, nadie los cree.
Un
día, muchos años después, mi corazón se
volvió loco, latía raro, como a su bola. Sentía que me mareaba o que me dormía y
cuando me desperté de la anestesia me dijeron que me habían puesto un marcapasos.
Entonces
ya había crecido, sabia que no iba a ser más feliz por llevarlo, que no me iba
a reír más o menos, que las seis de la tarde volvería a traer sus tristezas, que
estaba enferma y que esa era la única forma de sobrevivir. Mi abuela ya no
estaba para contarme la verdad de su mentira. Supongo que lo hizo para no asustarme,
supongo que mi deseo se materializó por esa ley que todavía no han descubierto
pero que de alguna forma debe regir el universo: La ley de la atracción y el
deseo.
Escribí
en este blog lo que sentía cuando me lo colocaron por primera vez, hace ahora
ocho años, y una chica me escribió para decirme
que a ella también se lo iban a colocar, para preguntarme qué se siente, para hablarme
de su miedo, de su angustia, de su inseguridad, y yo, al igual que mi abuela, le hablé de las
maravillas de llevar un marcapasos, de
las alegrías, de la tranquilidad que da saber que tu corazón está controlado,
que hasta lo puedes programar para evitarte el sufrimiento, que puedes jugar al
golf y hacer parapente, le dije todo lo que un día lejano me contó mi abuela. No sé si la tranquilicé, no volví a saber de ella, no quise inmiscuirme en su
vida. Era tan joven. Supongo que estará bien, que se habrá olvidado de aquella
angustia. No quise preguntarle, pero a veces imagino que, al igual que yo en mi
infancia, se quedó tranquila, que todo aquello pasó.
El
jueves me lo cambiaron. Las pilas de un marcapasos se agotan y hay que poner
otro. No se cargan como los coches eléctricos, no se insertan suavemente con
hilos finos como en miles de operaciones. No se meten en el corazón a través de
drones pequeñitos por la nariz. Que aunque se hayan inventado robots que son
capaces de escribir canciones o versos a lo Bob Dylan o Leonard Cohen por medio
de algoritmos, el marcapasos sigue igual; te tienen que volver a abrir, rajarte
de nuevo, insertarte otro, coserte por el mismo sitio y dejarte tan dolorida
como la primera vez. Hasta que los puntos se secan, hasta que te los quitan,
hasta que vuelve a cicatrizar la herida, hasta que lo olvidas, hasta que todo
vuelve a la normalidad. Y hoy, mientras espero a que no duela, a que no tema
que alguien me de un codazo en el autobús, a que se me pase el dolor, pienso en
la chica, en mi abuela, en la ley de la atracción y el deseo.
Hoy
pienso que quizá algún día pueda programar mis cables para reír, para imaginar
para sentir que todo está bien o alcanzar la fuerza de un deportista de elite,
pero por ahora solo pienso que estoy viva y que lo que menos importa es si rio
o lloro, si me canso o si me cuesta subir escaleras, porque espero que esa ley que
rige un universo desconocido aún, me permita en un futuro alcanzar sueños menos
dolorosos.
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