El
viernes pite al coche que tenía delante, ya que no avanzaba a pesar de haberse
puesto el semáforo en verde. Fue un pitidito discreto “un que ya puede...” De
pronto el energúmeno se ofendió de tal forma que comenzó a perseguirme, a
frenar, a cruzarse en mi camino. Todos los coches le pitaban, pero el
susceptible conductor iba a muerte contra mí. Al conseguir adelantar, vi de
reojo que era un tío de negro acompañado de otro de blanco. Me metí en el
estacionamiento de mi casa y no me atreví a salir por si el de blanco o el de
negro me atacaban. Por fin, al no ver a nadie,
salí del coche y me metí en la portería. Había llamado al ascensor, cuando
observé tras los cristales que ambos intentaban entrar. No tengo ni idea de cómo
lo consiguieron, pero lo cierto es que no estaba dispuesta a encerrarme con
semejante compañía en un recinto tan reducido. Mi vecina, una mujer con muletas
debido a una esclerosis múltiple, me llamaba desde un banco de la entrada. Me
senté junto a ella, no es que quisiera implicarla, pero no quería entrar en el
ascensor y era una buena forma de disimular. Trataba de pedir auxilio en plan
subrepticio. El de negro andaba tambaleante y el de blanco trataba de
llevárselo agarrado a su cuello. Él de negro me miró sabuesamente y se dirigió
hacia la puerta del jardín. Desde allí continuaba vigilándome. “Vámonos, anda” le
decía el de blanco, mientras aquel daba traspiés con su actitud chulesca, y
hablaba con dificultad beoda. Hacía como si quisiera abrir la puerta con una
llave.
“¿Qué
les pasa a esos?, si esa puerta no necesita llave”, me preguntó la vecina
completamente ajena a la situación. Yo le hacía gestos para avisarla del
peligro que corríamos, mientras el de blanco empujaba al de negro que la había
tomado conmigo. “¿Qué mira?”, me preguntó de pronto. “Estamos en el edificio
haciendo una obra, ¿pasa algo?.” A mí se me aflojaron las piernas, mientras la
vecina, se afanaba en explicarles que esa puerta no necesitaba llave. Le dije
en voz baja que me perseguían a mí, pero ella no me oía bien y no hacía más que
preguntarme qué le estaba diciendo a voz en grito. El de negro se encaró
conmigo, y en un momento dado vi crecer a la vecina. “¿Qué pasa aquí?”, gritó
con una muleta en alto. Le amenazó y me ofreció la otra para que pudiera defenderme.
Absolutamente sorprendidos por la fuerza de su determinación se dirigieron a la
puerta no sin dejar de proferir amenazas. Ella, blandiendo sus muletas como si
fuese el guerrero del antifaz, intentaba incorporarse para amedrentarles. Mientras
la que se quedó sin fuerza en todo el cuerpo fui yo. Logró levantarse, dar unos
pasos dificultosos hacia los intrusos, y conseguir que salieran corriendo como
si de cucarachas se tratara.
Una vez
a solas, me contó, como si no hubiese
pasado nada, que esperaba a su hija para que la llevara a valorar su grado de
minusvalía, que lo necesitaba para la declaración de la renta y la pensión,
pero que se la negaban año tras otro. Me alegré de que los de la inspección no
la hubiesen visto vejando a bravucones borrachos.
Todavía
no he logrado entender la fuerza que es capaz de sacar el ser humano cuando se
sabe indefenso, y el poder de la determinación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario