domingo, 5 de noviembre de 2017

MIL LLAVEROS Y UNA LLAVE


                                                         





El vecino de mi tía Ángela, en vez de llevar un llavero lleno de llaves, lleva una llave llena de llaveros. Siempre me pareció un chico inquietante, y por eso trato de no coincidir con él en el ascensor cuando voy a visitarla, pero ayer no lo pude evitar. Me mostró los llaveros con gran ilusión. No tuve más remedio que decirle que su iniciativa era muy original, vamos, que se tiene que ser muy artista para inventar una cosas así.
No es un hombre de costumbre plácidas. Está inmenso, pero según me contó es porque le gustan el vino y las mujeres, dice que no para de tener infartos como consecuencia de esa afición tan tonta. Lo lleva bien, dice que él es así.
Lo cierto es que, según me cuenta Ángela, todas las mañanas su hermana sale con un carro de la compra llena de botellas y latas de cervezas para echarlas al contenedor. Cuando bebe, que debe ser siempre, tiene por costumbre llamar  a casa de vecinas y pedirles sexo. Lo han denunciado a la comunidad varias veces, ha sido amonestado, pero él se afianza en sus gustos y no hay quién le convenza de que esa actitud es intimidatoria y agresiva. También se envalentona con su madre y hermana cuando le llevan la contraria.
Su madre, la mar de perspicaz, lo apuntó a karate para ver si haciendo deporte se le pasaba el pronto, pero solo consiguió que se le profesionalizara en las agresiones familiares.
Ellas no denuncian porque prefieren que todo quede en familia, pero su  vecino  está harto de gritos y golpes. Cansado de que nadie haga nada para impedirlo, subió a su casa, lo cogió por la solapa y le exigió que cuando agrediese, cuando se pusiese  como una hidra, lo hiciera en absoluto silencio, más que todo para que los demás vecinos pudiesen dormir.
Dice Ángela que, cuando se cansa de hacer fechorías, se coloca en la ventana de su cuarto desnudo y mira a ver si hay alguna vecina tendiendo para hacerle gestos obscenos.
Ayer los seis pisos que lo distancian de su casa se me hicieron eternos, mientras me enseñaba los llaveros. Me enseñó con ilusión la bandera española preconstitucional. Esto no gusta a mucha gente pero a mí me da lo mismo, dijo orgulloso. Sonreí cómplice para no llevarme un guantazo o un desnudo extemporáneo. Miré el visor para ver cuánto quedaba para llegar a su piso.
El hecho de pensar que el ascensor se podría parar, me produjo un tembleque en el párpado que temí lo tomara por una insinuación erótica, y atacara.
Por fin llegó  a su piso y salió moviendo sus miles de llaveros con una llave. Quién sabe si era la de la habitación de Barba azul.
Quizá haya mucha más gente así, gente a la que nos encontramos por la calle, se cuela en el mercado, se salta un semáforo. A la que le afeamos sus actos sin saber que dentro de un hombre, al parecer corriente, puede habitar un monstruo, un extraño  que podría  desintegrarte y acabar dando un giro de ciento ochenta grados a tu vida.
Es bueno andar mirando al frente, sin detenernos, sin darnos por enterados de lo que ocurre a nuestro alrededor, con un simple objetivo; llegar a nuestro destino lo más indemnes posible.

Algunas veces pienso que somos como un gran vaso de agua cubierto de una fina capa de aceite de cordialidad, pero lo que no vemos, es que el agua que está debajo, puede estar turbia, contaminada o tan turbulenta que gritaríamos si nos permitiesen  verla.  

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