El
vecino de mi tía Ángela, en vez de llevar un llavero lleno de llaves, lleva una
llave llena de llaveros. Siempre me pareció un chico inquietante, y por eso
trato de no coincidir con él en el ascensor cuando voy a visitarla, pero ayer
no lo pude evitar. Me mostró los llaveros con gran ilusión. No tuve más remedio
que decirle que su iniciativa era muy original, vamos, que se tiene que ser muy
artista para inventar una cosas así.
No
es un hombre de costumbre plácidas. Está inmenso, pero según me contó es porque
le gustan el vino y las mujeres, dice que no para de tener infartos como
consecuencia de esa afición tan tonta. Lo lleva bien, dice que él es así.
Lo
cierto es que, según me cuenta Ángela, todas las mañanas su hermana sale con un
carro de la compra llena de botellas y latas de cervezas para echarlas al
contenedor. Cuando bebe, que debe ser siempre, tiene por costumbre llamar a casa de vecinas y pedirles sexo. Lo han
denunciado a la comunidad varias veces, ha sido amonestado, pero él se afianza
en sus gustos y no hay quién le convenza de que esa actitud es intimidatoria y
agresiva. También se envalentona con su madre y hermana cuando le llevan la
contraria.
Su
madre, la mar de perspicaz, lo apuntó a karate para ver si haciendo deporte se
le pasaba el pronto, pero solo consiguió que se le profesionalizara en las
agresiones familiares.
Ellas
no denuncian porque prefieren que todo quede en familia, pero su vecino está
harto de gritos y golpes. Cansado de que nadie haga nada para impedirlo, subió
a su casa, lo cogió por la solapa y le exigió que cuando agrediese, cuando se
pusiese como una hidra, lo hiciera en
absoluto silencio, más que todo para que los demás vecinos pudiesen dormir.
Dice
Ángela que, cuando se cansa de hacer fechorías, se coloca en la ventana de su
cuarto desnudo y mira a ver si hay alguna vecina tendiendo para hacerle gestos
obscenos.
Ayer
los seis pisos que lo distancian de su casa se me hicieron eternos, mientras me
enseñaba los llaveros. Me enseñó con ilusión la bandera española
preconstitucional. Esto no gusta a mucha gente pero a mí me da lo mismo, dijo
orgulloso. Sonreí cómplice para no llevarme un guantazo o un desnudo
extemporáneo. Miré el visor para ver cuánto quedaba para llegar a su piso.
El
hecho de pensar que el ascensor se podría parar, me produjo un tembleque en el
párpado que temí lo tomara por una insinuación erótica, y atacara.
Por
fin llegó a su piso y salió moviendo sus
miles de llaveros con una llave. Quién sabe si era la de la habitación de Barba
azul.
Quizá
haya mucha más gente así, gente a la que nos encontramos por la calle, se cuela
en el mercado, se salta un semáforo. A la que le afeamos sus actos sin saber
que dentro de un hombre, al parecer corriente, puede habitar un monstruo, un
extraño que podría desintegrarte y acabar dando un giro de ciento
ochenta grados a tu vida.
Es
bueno andar mirando al frente, sin detenernos, sin darnos por enterados de lo
que ocurre a nuestro alrededor, con un simple objetivo; llegar a nuestro
destino lo más indemnes posible.
Algunas
veces pienso que somos como un gran vaso de agua cubierto de una fina capa de
aceite de cordialidad, pero lo que no vemos, es que el agua que está debajo, puede
estar turbia, contaminada o tan turbulenta que gritaríamos si nos permitiesen verla.
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