martes, 31 de julio de 2018

EL FIN DE LOS AÑOS MOZOS



                                               






El domingo llevé a mis nietos, de diez y nueve años, al cine. Pregunté si los niños tenían descuento, y el vendedor, como no queriendo ofender, dijo que sí, y que, si había alguno de 65 años o más, también tenía descuento. Supuse que el vendedor no quiso herir mi sensibilidad, que lanzó las campanas al vuelo por si había lugar, pero eso no mitigó mi malestar.
En la playa han colocado unas sillas para los mayores, resultan algo ridículas porque están colocadas en forma de triángulo, bajo un toldito que lejos de evitar el sol parece hacer lupa para una liquidación inmediata y limpia de jubilados. Se encuentran dentro del mar, pero muy cerca de la orilla. Desde que los han colocado no he visto a nadie que hiciera uso. Lo estrené ayer. Lo hice más que todo para ver si se animaban más y juntos lográbamos hacer una terapia de grupo en plan: “Me llamo Pepé y soy mayor” seguido por el consiguiente aplauso de los demás. No ocurrió. Un hombre que no bajaba de los setenta pasó por la orilla metiendo tripa y sacando pecho. Llevaba una braga náutica y unas palas para jugar con quien se terciara. Pasaron otros con gafas de bucear y alguno con una tabla de surf. Y es que envejecer cuesta mucho. Conozco a algunos que prefieren romperse la cadera por los frenazos del conductor antes que acceder a que un joven les ceda el asiento en el autobús. Yo los comprendo, porque cuando pusieron aparatos para el ejercicio de los ancianos, los miraba como si de extraterrestres se tratara. No pensaba que algún día iba a tener la edad de utilizarlos y que por vergüenza o vanidad no me iba a atrever a hacerlo.
Siempre que le preguntaba al sobrino de una amiga qué quería ser de mayor, contestaba sin pizca de vergüenza: “Jorobilado, como mi abuelo”. Y es que las miradas cambian de una edad a otra. No en vano, una tarde que descubrí a los padres de una amiga haciéndose carantoñas, pregunté la mar de sorprendida si a los cuarenta todavía se tenían relaciones sexuales.
Me gustaba imaginar mi vejez sin preocuparme por los kilos, las uñas, los vestidos. Creía que, llegado el caso, me pondría una bata ancha, a ser posible negra, dejaría de teñirme, me sentaría en la puerta de casa con amigas, y haría punto de cruz. Pensaba que se acabarían los cosméticos, las modas, los amores frustrados, las noches esperando que te llamara el fornido de turno, los días con máscaras contra las espinillas y las tardes depilándome las cejas. Pensaba que el mundo adquiriría una pátina de verdad que te permitiría andar con zapatos de cuero y suela de goma, beber en botijo. Pero no ha sido así. Continúo obsesionada por el peso, me arreglo el pelo y, si me levanto muy depre me lo tiño de rojo bermellón. Me enfado si el vendedor de entradas intuye que puedo haber cruzado la terrible barrera de los 65, y si me dejan el asiento en el autobús, ya no levanto cabeza en una semana. Cuando veo la tele envidio las compresas y los test de embarazo. Me emociono con los pañales de bebes y cuando mis hijos me recuerdan lo contenta que debería estar por no tener que ir a trabajar, resbalan lagrimitas negras por mis mejillas. 
Lo único que todavía no me ha llegado es la falta de filtro, ese decir lo que se te antoje y luego presumir. “Yo ya soy demasiado mayor para callarme”. Le hice prometer a mi marido que si ese fatídico momento me llegaba, podría firmar sin temblarle el pulso mi aniquilación activa o pasiva, daba igual. 
Quizá es por eso que ayer me senté en el lugar habilitado para los ancianos y chapoteé en el agua ilusionada. No pienso perderme este periodo de “jorobilada” que la vida me brinda metiendo tripa ni jugando con las palas. Aunque tampoco pienso renunciar a arreglarme, limitar las grasas, bebidas alcohólicas, y demás desfases. 
Recibiré con resignación los deterioros respirando hondo y haciendo ommmm todas las mañanas. Y rezaré con denuedo para que mi marido no malinterprete lo del filtro y la aniquilación, el día que conozca a una lozana jovencita de turgentes pechos. 

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