jueves, 3 de enero de 2019

                                              




LA LITERATURA Y EL MARKETING









La tarea de leer se ha convertido últimamente en una prueba de obstáculos, y eso hace que cada día me cueste más hacerlo. Dejo un libro tras otro, un más vendido de esos, abandonado en la estantería de bodrios.  Y es que “el más de lo más” y el premio prestigioso donde los haya, ya no significa nada.
Hace años me presenté a un concurso de cuentos en el que tenían que votar los otros concursantes. El que más votos consiguiese, ganaba. Lo de la calidad y esas nimiedades eran lo de menos. Eso sí, fue un no vivir. Había algunos expertos que nada más ver tu escrito, te ponían por las nubes y te pedían que leyeras el suyo. Como soy facilona, los leía y me sabía mal no puntuarles. Así, a toda hora. Uno tras otro. La mayoría de los cuentos eran más malos que un dolor, pero no lo ibas a decir después de su esfuerzo en leerse todo lo que se colgaba en la red. A las doce de la noche estaba agotada de tanto leer, de tanto valorar y de tanto trasiego. Fue una auténtica lucha a muerte, hasta que me di cuenta del juego y abandoné a los autores y a mi relato a su suerte. Fueron días agotadores. Por supuesto ganó la más víctima, la que te contaba la historia más desgarradora, no de ficción sino de su propia vida, cuando respondía a los comentarios de otros. Quería infligirte un dolor “tremebundo” y un deseo “inenarrable” de que la votaras a ella o “fenecería” en breve. Decidí que nunca más volvería a presentarme a un concurso de resistencia. Aquello ni era literatura ni era nada.
Empezó a bajar mi moral y cada vez me daba más pereza leer. Luego me enteré de que a los conocidos de toda la vida les publican editoriales fuertes y de que la historia está tan retocada por los lectores de la editorial, que ni el propio autor reconoce su obra. Cantantes, actores, presentadores, contertulios y periodistas llegados de los confines del mundo llenan la Feria del libro con colas que dan varias vueltas al ángel caído y desembocan en la caseta.  Eso no debe ser nuevo, pero sí más normal ahora que antes. Se cuenta que sir Conan Doyle preguntó un día a su hijo si había leído su última novela, a lo que él contestó. “Y tú, ¿la has leído?” En cualquier caso, primero se hizo famoso y luego pagó negros para que la literatura le continuara aportando pingües beneficios.  Ahora por lo que se ve, o vendes que te las pelas habiéndote editado tú mismo en Amazon, o te quedas con las ganas de que una editorial apueste por ti.
En la feria del libro de Fráncfort, se apuntó un dato esclarecedor. Los escritores ya sean editados por ellos mismos o por editoriales, dedican el 59% de su tiempo a tareas de marketing y comunicación de sus libros, especialmente en internet.  Un escritor hoy no puede dedicarse tan solo a escribir. La diferencia de escribir en la era de internet, es que un autor no puede permitirse desconocer todo sobre el mercado donde va a vender su obra. Debería conocer antes la situación y las mejores estrategias para crear lectores. Ya no es la editorial la que se encarga de ello, menuda pereza y riesgo. Al fin y al cabo es un negocio, dicen. Y ¿la calidad, la originalidad y la creatividad? Desengáñate; un negocio. Y así les va a las pobres librerías que luchan a brazo partido para sacar adelante su negocio, sus descubrimientos, sus apuestas.
La crisis pudo con el mercado y hoy tenemos treding topic, influencer y demás fanfarria, pero de literatura, un poco menos. 


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