Acabo de visitar Praga. La pena es que el tiempo ha sido infernal, como de menos cero grados y sensación de menos vete tú a saber. Lluvia y ventisca para aburrir. Pero no nos importaba, porque nos abastecimos de ropa abrigada en la plaza de Wenceslao, que es el centro de la Ciudad Nueva o Nove Mesto, con el Museo nacional y un sinfín de tiendas. Entramos en Primark, es lo malo de la globalización, que las tiendas son las mismas que en España. A mi me gustaba como ocurría antes; vestirme de bávara en Salzburgo o de lagarterana en Toledo. Soy muy mía, y al ver Primark en Praga, se me cayó el alma a los pies. Aunque pronto me di cuenta de que solo se parecía en el nombre, porque en cuanto intenté hacerme entender por una dependienta, me di cuenta de que estábamos en otros lares, que el frío enrabia, y que si te descuidas, te pegan un bofetón al estilo checo que te descompone. Debe ser por la falta de sol. Pero, como iba diciendo, me compré ropa de esquimal gracias al traductor de mi móvil, que como no utilizo casi nunca, tardé en configurarlo y la dependienta me gritó en checo todo los tacos para foráneos existentes. No pasé el traductor, pero los imaginé. Al final logramos salir de Primark abrigados y sin lesiones.
Luego nos acercamos a Lidl y una cajera nos pegó la bronca porque la tarjeta no reconocía el pin, los de la cola también nos hostigaban. Fue doloroso, pero nos hizo sentirnos extranjeros, sin tener que vestirnos con el Kroj checo.
Cogimos un minibús para subir al castillo y saludamos al subir, pero el conductor ni nos miró. Se siente uno despreciable, pequeñito, indigno y un poco insecto en esos casos. Comprendí a Kafka, el pobre.
Decidimos aceptarlos tal y como son, aunque todavía no sabíamos que tienen por costumbre defenestrar desde la torre del castillo a los enemigos. Nos lo explicó el guía; mitad italiano, mitad portugués, y sin pajolera idea de español. Ellos defenestraban mucho. A partir de entonces solo nos relacionamos con italianos o sudamericanos. Aunque eso tiene sus inconvenientes, porque nos encontramos una cola enorme frente a una biblioteca, y a la chica sudamericana que le preguntamos, nos respondió que no sabía qué íbamos a ver, pero que sería lindísimo dada las expectativa. Esperamos y, después de media hora, descubrimos una pila de libros con un espejo en el fondo y otro en el techo, que simulaba una biblioteca infinita. No digo que no fuese interesante, pero a menos cinco grados y vestidos de osos polares no compensaba, la verdad.
Continuamos comprendiendo a Kafka, y por eso lo buscamos por doquier; en el cementerio judío, en la estatua movible, en una casucha cerca del castillo, que según nos contaron, había pasado por allí.
El cementerio judío tiene las lápidas apiladas porque no dejaban salir del recinto a los judíos, y cuando morían, debían sepultarlos unos encima de otros. Hasta seis capas de tierras por cadáver. Es muy impresionante. Las lapidas se amontonan y dan un aspecto siniestro. Pobre Kafka, dicen que está ahí enterrado.
Paseamos por el río Moldava en un barco calentito y con velas. Nos riñeron también, aunque ya no me acuerdo por qué, pero lo recibimos de otra forma.
La visita al castillo estuvo muy acertada porque se puso a llover a cantaros, pero había cambio de guardia; otro espectáculo globalizado que no se pierde un turista que se precie aunque caigan chuzos de punta. Los soldados de la garita estaban más pálidos de lo habitual, pero dieron las zancadas reglamentarias con porte marcial y los grabamos con nuestros móviles.
Visitamos el castillo de Praga y su espectacular mirador desde donde, como ya he apuntado, defenestraban a los enemigos; la catedral de San Vito; la basílica de San Jorge; y la plaza de HRadcany.
Mientras esto ocurría, saqué de mi bolso unas almohaditas que había comprado en Declatton para calentar las manos. Me quemé y todavía tengo un dedo tonto.
Pero todo esto no tiene ninguna importancia, porque a partir de ahora Praga es mi ciudad preferida, porque es medieval, porque es la ciudad de las cien torres. porque la Ciudad Vieja y el barrio de Mala Strana es digna de recorrerse sin prisas, porque está limpia, porque de sus plazas en penumbra sobresalen las torres de las iglesias, porque sus paseos siempre te deparan sorpresas, porque sus calles se encuentran más llenas de turistas la mar de amables que de locales y eso se agradece.
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