sábado, 16 de febrero de 2008

UNA NOCHE EN URGENCIAS


Sucedió el día de mi cumple. No es que tuviera nada que ver, podría haber sido el miércoles de ceniza, o el día del padre, qué se yo. Pero fue el día del cumple, y eso ya es un mal presagio. Cuando las mujeres cumplimos años una enorme grieta se abre bajo nuestros pies. Empiezas a borrarte lentamente y lo haces desde abajo, justo desde el dedo gordo del pie. Cada cumpleaños una enorme e invisible goma de borrar va subiendo poco a poco, año tras año, lentamente, hasta que llega al pecho. Y es entonces, en ese momento, cuando comprendes que has atravesado la barrera del sonido, y que ya nadie volverá a mirarte de soslayo, ni a decirte impertinencias, ni a entregarte invitaciones para discotecas marchosas. Te llamarán de usted y te dejaran el asiento en el metro. Un silencio de desierto se instala en tu vida Y aquellas miraditas que te horrorizaban, aquellos piropos zafios que te ponían de los nervios, los llamas: juventud. Por eso el cumple y la goma tienen efectos devastadores en las mujeres. Ya no hace falta que pase nada más para deprimirte. Pero en este caso pasó.

Había despedido a mis invitados y me encontraba viendo “Mujeres desesperadas” cuando el corazón se me puso loco. Mi corazón no es que se ponga loco ahora, es que de siempre está como una cabra. Pero hasta hacía un mes era una cabra controlada. Y digo un mes porque en la última revisión de había desmadrado bastante. Un, ahora voy a toda pastilla, ahora a paso lento, y ahora, como a Dios le de a entender. Es decir, una veces lato, y tres no. En resumen, que se me ponían los pelos de punta cuando lo sentía tan a su aire. Mire usted, me dijo mi cardiólogo habitual, su corazón se ha revuelto más de la cuenta. Hay que hacer un cateterismo para saber a qué se debe tal descontrol. Y fue entonces, en espera del dichoso cateterismo, cuando pasó lo de “Las mujeres desesperadas”, y cumple, y el susto.

Le pedí a mi chico que me llevara a urgencias por si la cosa se ponía peor. Y ahí empezó todo.
Expliqué mi problema a un hombre con bata y ordenador que escribía hasta los suspiros, y me indicó que esperara. Lo hice en una gran sala llena de personas variopintas, algunas se las veía realmente fastidiadas, y otras…pues eso, acompañantes.
Al momento llegó una enfermera que grito: Silverio Hernández.
Un hombre enjuto y despeinado se levantó:
-Soy yo.
-Pues orine en este bote y guárdelo hasta que se lo pidan.
Nueva entrada: esta vez una chica rubia y desganada
-Silverio Hernández
Contestación al unísono de los allí reunidos:
-Orinando.
La enfermera abandona la sala y vuelve Silverio. Le contamos que han venido preguntando por él y sale ilusionado. Se la carga.
- No se mueva de su sitio hasta que no vuelva alguien a buscarlo.
- Pero yo…
-¿Es que no me ha entendido? -le dice el tío del ordenador, el que lo escribe todo.
Silverio asiente y se sienta.
Se instala de nuevo el silencio en la sala.

Por fin me llaman. Me recibe un médico alto, sudamericano, cardiólogo y silencioso que ni me mira. Quiero hablar pero no me deja. También escribe. Escribe mucho. No sé el qué porque todavía no he abierto la boca, pero lo hace. Es concienzudo, se nota un montón. Quiero hablar pero me interrumpe.
- Usted conteste lo que le pregunto- me dice. Y yo obedezco. No me deja contarle lo de mi cardiólogo, la prueba que llevo encima, mi cateterismo. Nada. “Usted conteste lo que le pregunto”.
Ya no solo me siento invisible sino también superflua, intercambiable. Me entran ganas de orinar, como Silverio, pero no me atrevo a decirlo. No me lo ha preguntado.
Pregunta al fin
-¿Desde cuándo siente palpitaciones? ¿Es alérgica a algún medicamento?
Luego se levanta, dice que me van a hacer un electro y se marcha.

Llega una enfermera
- Sígame
Le sigo
-Desnúdese de cintura para arriba.
-Pero oiga, que estoy en un pasillo –le digo pudorosa.
-Lo siento, no hay sala para reconocerla.
-Ya pero… ¿y el cojo que acaba de entrar en esa sala? ¿Acaso no podría cederme la intimidad de su habitáculo ya que él no se desnuda?
Lo piensa pero le parece una pérdida de tiempo.
-No, qué va. Es que es peor el remedio que la enfermedad –dice la chica y me trae un biombo. Uno de esos biombos de tres hojas y tela beig que no acaban de cerrar. Y me desnudo, y me hace el electro, y me pincha en una vena tres veces porque no logra cogerla bien, y me hace un daño enorme, y luego saca la aguja aunque el médico le había dicho que mantuviera la vía por si acaso. Mientras esto ocurre voy viendo pasar cojos, heridos, doloridos y maltrechos por las intersecciones del biombo. Algunos se asoman y les saludo, otros más discretos pasan haciéndose los locos. Todos me ven. No importa, soy superflua.
De pronto vuelve la enfermera y me dice que debo seguirla.
-Sígame- me dice- pero el acompañante no puede.
La sigo por pasillo largos, nos metemos por vericuetos extraños, y aterrizamos en una sala llena de camas separadas por cortinillas verdes.
-Desnúdese, póngase esto, y deje su ropa en esta bolsa –me dice un enfermero lacio y con coleta que me ofrece una bata verde y una bolsa de basura verde, a juego con el resto del mobiliario.
-¿Pero cuánto tiempo voy a estar aquí?
-No sé –dice, y se va.
-¿Y quién lo sabe?
Se encoge de hombros y se dirige a la puerta. Un vecino de cama y separado por la cortinilla se queja amargamente. Es Silverio, lo reconozco al instante. Duerme o se hace el dormido. Las enfermeras hablan de su gravedad, de su hemorragia interna a voz en grito. Silverio se mantiene en silencio. Una enfermera le pega un empujón.
-Silverio, ¿duerme?
El asiente. Tiene la bolsa de basura a los pies de su cama y un gotero en la vena diestra. A mi me da la luz en toda la cara. Escucho al médico preguntar a la enfermera si ha mantenido mi vía.
-No –dice la enfermera.
-Mira que se lo dije. Habrá que pinchar otra vez.
Me asusto. Chisto a Silverio a través de la cortina. Abre un ojo.
-¿Le han dicho cuánto tiempo va a estar aquí?
-A mi no ¿Y a usted?
-Tampoco.
-Pues duerma
-No puedo, no paran de hablar y la luz me da en la cara.
-Ya.
-Me van a pinchar de nuevo –le cuento.
-Dios mío –dice y vuelve a cerrar los ojos. Cierro la cortina y llamo al lacio, el la coleta que está intentando ligar con la rubia del pelo rizado. Ella ríe sonoramente. Se escuchan quejidos tras las cortinillas.
-Necesito avisar a mi acompañante –le digo a una enfermera que pasa de refilón por mi lado.
-Ya lo haré yo. Usted descanse.
-Pero si usted no sabe quién es mi acompañante- le digo, pero ya se ha marchado.
Me siento sola. No quiero que mi único enlace con el exterior se marche. Me entra el pánico. Me visto y salgo corriendo, me sigue una enferma con cánulas en la nariz y arrastrando el oxigeno. Ha aprovechado mi huida para largarse ella también. Le gritan las enfermeras y la persiguen.
-Eh, oiga que se le va a caer el oxigeno.
La han atrapado a tiempo y yo he aprovechado la confusión para escapar. Busco la salida. Me pierdo en los pasillos hasta que me doy de bruces con el médico. Grita:
-Caso insólito. Esto es insólito. La primera vez que una enferma huye.
-Pues me voy, le digo. Usted no me ha explicado nada. Y yo quiero irme.
-Bajo su responsabilidad- me dice.
-Dónde hay que firmar.
Llamaré a su acompañante porque necesito un testigo.
-Eso, eso. Mi acompañante. ¿Dónde está?

Ha llegado mi chico y lo abrazo hasta hacerle daño. El médico me paga la bronca. Trato de explicarle que solo quiero contarle lo de mi prueba, lo de mi cateterismo. Quiero saber si estoy peor que cuando me hice la prueba, que quiero enseñársela. Le digo que ya conocía mi problema y que he acudido a urgencias solo para saber si he empeorado.

-Está bien –dice el tío-. Voy a leer su informe
Me siento corpórea de nuevo. Soy alguien, una persona que habla, gesticula y trata de hacerse entender. El médico se coloca las gafas y lee lo que le enseño. Dice que sí, que lo que tengo es lo mismo que figura en la prueba.
- Está bien, espere el resultado de los análisis y si no hay nada más, le daré el alta
Me dice que si me pongo peor que vuelva. Le pido disculpas y me comprende. Lo empieza a comprender todo Nos despedimos y un momento después vuelvo a casa. Mi casa, mi cama, mi vida de nuevo. El corazón ha vuelto a su ritmo y yo pienso en Silverio. ¿Lo habrán dejado descansar el lacio y la pizpireta rubia? Quizás la luz le incida en los ojos, quizás la señora del oxigeno haya podido escapar al fin.
-Si me pongo otra vez mal, no me lleves a urgencia, llama a un sacerdote ¿vale? –le digo a mi chico.
Sonríe y asiente. Luego nos dormimos.





2 comentarios:

Enrique Páez dijo...

Carmen:
Ya veo que no has perdido nada de maña en la escritura. Ni de sentido del humor. Es un placer volver a leerte.
A ver cómo se te da lo de contar cuentos.
Abrazos,
Enrique

carmen dijo...

Gracias Enrique.
Me da la impresión de que todo ese asunto de expresión corporal no es lo lo mio, pero lo intentaré.
Por cierto, enhorabuena por tu elección, Bea es majísima.
Mucha suerte.
Carmen