lunes, 31 de octubre de 2011

LAS BREVAS DEL PECADO









Las brevas para que esté buenas deben ser; rebecaes, crevellaes i picaes del pardal. Es decir; deslucidas, reventadas, y que las haya picado un pájaro. Eso dice mi padre. Y así son las brevas que he desayunado esta mañana a escondida de la abuela. Dice que no debo comulgar hasta una hora después de haber comido. ¿Quien le ha dicho a ella que pienso comulgar? Grita que por supuesto, que para eso hice la primera comunión. Le da lo mismo que baje tarde a la playa, que no vea al francés, que me haya pasado la noche pensando en el biquini que me voy a poner, que el tío le haya dicho a Rosario que yo soy “tres jolie”. Me empuja hacia la iglesia. Dice que antes de comulgar debo confesarme. Como si supiera los pecados que tengo o dejo de tener. No la aguanto. Me veo reflejada en el espejo de un cristal con la blusa blanca y la falda de ursulina y se me pone un mal humor terrible. Hace mucho calor. La falda se me paga a los muslos y me pica. Miro al confesionario. De pequeña mi ilusión era ser cura y confesar a todo el mundo. Me gusta saber. ¿Qué le estará contando el gordo al cura? ¿Que penitencia le pondrá a la del traje a cuadros?. Me acerco y despliego las orejas pero no pillo una. “He matado, padre. He matado la honra de Catalina”, debe estar confesándose el de la camiseta verde. La abuela me contó que a la portera le mataron la honra y ya no se pudo casar. Y el tío que está ahora en el confesionario parece un sátiro de esos que te miran con ojos vidriosos. “Padre, además lo hice con intención de pecar”. Los pecados mortales no se cometen así como así, hay que ponerles mala idea, porque de lo contrario son veniales y se resuelven con un señormiojesucristo. ¡Qué calor tan enorme hace! Hay un ventilador cada cinco bancos pero lo único que consiguen es mover el aire caliente de acá para allá. La abuela me dice, desde lejos y por señas, que me ponga en la cola para confesarme. Está pesada. La cola es muy larga. El cura se ha puesto a hablar. La señora que tengo delante lleva unas sandalias muy raras y para distraerme la imagino el día que fue a comprarlas, y me pregunto por qué de entre todas las de la tienda, elegiría esas precisamente, las más feas. La imagino eligiéndolas. “Me saca esas. No, no. Esas, no, hombre, las negras de las medallitas”. Y ahora está en la iglesia con sus sandalias horrendas y la mitad de las medallas perdidas. Tiene un saliente en el dedo gordo. Yo si tuviera un dedo tan feo no me compraría sandalias, y mucho menos con medallas colgando. Hace calor y el cura habla de las primeras comunidades cristianas. “Los primeros cristianos no tenían bienes privados. Lo compartían todo”, dice. Olvido las sandalias de la señora y escucho. “Si uno tenía una necesidad, los otros se encargaban de ayudarle. Primaba el bien común”. Alargo el cuello. Quiero ver al cura. Es rechoncho y moreno. Hace silencios entre frase y frase para impresionarnos. Se escuchan los ventiladores. No sé por donde va a salir y me concentro. Dicen que la diferencia entre un listo y un inteligente es que el listo es capaz de salir de una situación en la que el inteligente no se hubiera metido jamás. Este no debe ser ni una cosa ni otra porque sale a voleo. “Luego se dieron cuenta de que lo de compartir era una solemne tontería, así que cada uno cogió lo suyo y se acabó lo de vivir en comunidad”. “Así sea”, dicen todos. Y yo vuelvo a las sandalias de mi vecina y al hueso del dedo gordo. Giro para ver si la abuela está despistada y puedo escaparme de la confesión. ¡Madre mía! La que me falta. Está el francés con su familia. Saco el espejo que llevo en el bolsillo y empiezo a dirigírselo a la cara para hacer un poco el tonto. Se aparta el reflejo como si fuese una mosca. ¡Qué guapo está! Todavía no me creo que haya dicho que soy “tres jolie”. Decido comulgar para que vea que además soy muy buena persona. El cura que confesaba al sátiro sale del confesionario para ayudar a dar la comunión al que celebra la misa. No he logrado confesarme. Mis pecados deben ser veniales, porque yo cuando peco no suelo decir: “Hala, ahora a pecar”. Lo hago porque sí, porque sale. Quiero decir que no le pongo mala intención ¿Pero y las brevas picadas del pardal? Me las he comido antes de salir de casa y todavía no ha pasado una hora. Todo el mundo se levanta para ir a comulgar. No sé qué hacer. Faltan cinco minutos. Pienso en los diez mandamientos y me duele la tripa. Empiezo a notar que debajo de mi bazo se forma un rodal de sudor. Los curas dan la comunión a toda velocidad. Parece que les persiga alguien. No paro de rezar un señormiojesucristo tras otro. La señora de las medallitas me cede el sitio. Sonrío y la dejo pasar. También dejo pasar al sátiro de la camiseta. Cuelo a todo el mundo. Pero no parece pasar el tiempo. Ya no queda nadie. Estoy ante el cura. No puedo colar a más gente. Voy a abrir la boca y me acuerdo de las brevas; crebellaes, revecaes, y picaes del pardal. Pienso en los cinco minutos que faltan y sé que no lo voy a poder hacer. Me veo muerta allí mismo, enterrada en suelo pagano, entre infieles apostatas y criminales. No puedo hacerlo. Me doy la vuelta y salgo corriendo por la nave central de la iglesia. El cura se queda como alelado. Todo el mundo me mira. Estoy sudando. Me pica la falda. Escucho el sonido del ventilador. El silencio suena a reproche. Paso al lado del francés y su familia. Me mira. La he fastidiado. No pienso bajar nunca más a la playa. Y todo por las dichosas brevas del desayuno.

3 comentarios:

Unknown dijo...

me encanta como resuelves las escenas. Gracias por el buen rato que me has hecho pasar!

carmen dijo...

Gracias a ti. Yo también lo estoy pasando bien con tu novela. 

leo dijo...

Jejeje. Carmencita en estado puro. Besotes.