imagen: Rafal Olbinski
Mi vecina Leo me ha comentado que estas Navidades las ha
celebrado exclusivamente con sus hijos. “Ni yernos, ni nueras” me ha dicho la
mar de orgullosa. Me ha extrañado esa separación familiar. “Pues verás, cuando
se encuentran los hermanos tienen cosas que contarse, risas que compartir,
anécdotas y vivencias que no importan más que a ellos. Los extraños siempre
traen la discordia a la familia, ponen cara de aburrimiento, no participan. Y
lo que es peor, a mi ya se me han divorciado dos hijos por culpa de “los papas”
de la parte contraria, tan intrigantes, tan manipuladores.”
Las madres no saben renunciar a sus hijas y las hijas
tampoco a sus familias de origen.
He recordado que mi amiga Laura aseguraba que la vida de
su suegra se acabó el día que abandonó a su familia para casarse. Que sus
vivencias llegaban hasta ahí, y que a veces hasta se olvida de felicitar a un
hijo. Que su marido tuvo que vagar solo por el país porque no estaba dispuesta
a seguirlo en sus constantes destinos. Su familia de origen era para ella su
único asidero. Me contaba que cuando pasaba una Navidad alejada de ellos, ni
siquiera abría los regalos que recibía y que se acumulaban en una habitación
vacía de una casa grande y triste.
Me pregunto quiénes son los culpables del desafecto de sus
hijos hacia la nueva familia, esa posibilidad de acabar siendo abandonados, y
esa desgracia que pueden generar en los suyos por mantenerse en el centro, en
el poder matriarcal o patriarcal. Y sobre todo, me pregunto qué dependencia y
vacío puede tener una madre o un padre
para agarrar a sus hijos de esa forma tan enfermiza y manipuladora.
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