Estas Navidades he ido a ver una obra que me ha
gustado mucho aunque ha aumentado mis nostalgias.
Su autor, Thornton Wilderg fue profesor, escritor y
guionista. Ganó el premio Pulitzer en 1928, 1938 y 1943, con “El puente de San
Luis Rey”, “Nuestra ciudad” y “La piel de nuestros dientes” respectivamente.
Uno de sus relatos que más éxito le
reportó fue “La casamentera” que, adaptada, dio origen a “Hello Dolly”.
“La larga cena de Navidad” forma parte de una
colección de pequeñas obras teatrales.
Dice mucho porque en vez de diálogos lo que parece
haber son estribillos, repeticiones intercaladas que dan estructura a la vida
de los personajes, como ocurre con la vida de cualquiera, con la nuestra. Se
nos repiten los acontecimientos como si estuviésemos atados a una cuerda
invisible, como si nunca acabara de redondearse la escena y hubiera que
repetirla una y mil veces.
Es en Navidad cuando se
sacan de los armarios la vajilla de la abuela, la cristalería cada vez con más
faltas, los cubiertos de alpaca o de plata, o simplemente los de siempre, los
de esa noche. Se trasmiten de generación en generación tan solo para ser usados
ese día, para perpetuar ese presente que un día nos hizo felices. Tanto la
mantelería, como el pavo, como los
padres, y los hijos, y como algún primo o pariente, parecen haber sido sacado
de armarios antiguos, acicalados con un plumero para la ocasión. Y la moviola
representa la salida de tono del tío tal o la prima cual. Los ausentes son
cada vez más numerosos, así como para enfrentar a las nuevas generaciones, los
celos, las envidias, las herencias y las profesiones tan diferentes a las que
quisieran los padres.
La alusión a la nieve o al tiempo, el recuerdo de
aquel suceso.
Pero lo peor de esa noche es que alguna silla se va
quedando vacía para ser ocupada por otro miembro.
Una cena que dura noventa años. No importa los que se vayan ni los que llegan
porque siempre se dice lo mismo, y sucede lo mismo, y duele lo mismo.
Unos entran y otros salen mientras los que permanecen
sentados van envejeciendo en el escenario, disimuladamente, sin alharacas, casi
sin darse cuenta. Se colocan las gafas con disimulo, pasan sus manos
impregnadas de polvos de talco por su cabello y lo van haciendo blanquecino. Sus movimientos
se vuelven torpes y por último se marchan. Y es al marchar cuando las luces del
escenario se atenúan y una música suave y triste despide a los que se ausentan.
Los demás continúan comiendo el pavo, asombrándose de la nieve, relatando las
anécdotas de siempre, las afrentas, los abrazos, los brindis, mientras las
sillas continúan vaciándose y ocupándose.
Salí del teatro con tristeza, con la sensación de haber
vivido esa misma Navidad año tras año. Repetitiva, enganchada al hilo invisible
que nos empuja a repetirnos, a decir lo
mismo, a hacer lo mismo, a llorar lo mismo, con la única diferencia de las
gafas, el blanquecino pelo, y las sillas que van quedando vacías.
2 comentarios:
Hola Carmen!
puessss que el autor se leyó bien el Eclesiastes. Vanitas vaninatis et omnia vanitas.
Besos
Pues qué susto. La verdad es que te deja pachucha.
Felices Navidades, Ángel, y que el 2013 te traiga todo lo que necesitas.
Besos
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