Mi madre tenía la costumbre hablar de su pasado precedido
siempre de un en mi tiempo, más que dudoso, y a mí me hacía gracia. Era como si el
tiempo de uno solo durara unos pocos años; de los 18 a los 30, o 35 a más
tardar. Como si a partir de esa edad uno se quedara atrapado en un agujero
negro confeccionando edredones para los nietos o ganchillos para las mesas
camillas. Un lugar sin tiempo ni espacio al que agarrarse.
Sin embargo, ahora que soy yo la que tuvo un tiempo,
lo llevo fatal.
“Yo lo que quiero es trabajar de coaching, me dice
Margarita. Y me callo, más que todo para que no me ubique en el jurásico, pero
acudo veloz al diccionario para enterarme en qué quiere la chica emplear su
porvenir. “Entrenamiento”. O sea que quiere trabajar de entrenadora. Vale. No
continuo preguntando para no parecer cotilla y la imagino en chandall dirigiendo
una clase de gimnasia rítmica.
“Vamos a celebrar la boda en un sitio Chill out” me
cuenta Amanda con una revista de boda click en la mano, y yo agarro de nuevo el
diccionario e interpreto. “Relajarse”. Quiere casarse en un sitio de relax, un
balneario de esos que dan sesiones de masaje, chorros de agua termal y música
sacra.
“Chica, estuvimos ayer en un sitio de lo más cool”,
me explica mi compañero Ernesto. Y después de informarme, deduzco que el chico pasó
un frio tremendo. Mi expresión me delata e insiste ¿No me digas que no sabes a
qué me refiero?
Hija, es que estás absolutamente out, me dice, y
luego se enciende un cigarro sin humo. Descubro que me ha dicho que estoy fuera
de orbita, como a años luz del mundo en el que viven los que están en su tiempo.
Y yo que me niego a reconocerlo, le informo que de seguir
por ese camino lo dejó empantanado con el informe y el expediente, y me marcho
de freelance a un sitio con más glamour y un poco chill out que me deje cool mientras practico el coaching.
Pues estaríamos buenos.
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