Anoche soñé con Fausto, mi profesor de pilates. Son sueños tontos, sueños de esos que te hacen
dar vueltas y más vueltas en la cama. Total para nada, para no ser más que un
sueño y dejarte en vela toda la noche. Y entre el calor que hacía, la de veces
que me destapé y me volví a tapar, y la luz de las farolas metiéndose entre las
rendijas de mi persiana, ya no pude pegar ojo. Cuando me quise dar cuenta se
había hecho la hora y sonó el despertador.
Luego volví a ver a Fausto, fue en la ducha, entre
el vaho y los azulejos. No es que se hubiera colado en el cuarto de baño, es
que en las vetas del mármol se había dibujado su cara redonda, su barba rubia y
esos ojos como tristes que me pone a veces. Me dio un poco de miedo descubrirlo
allí otra vez, camuflado, como quién no quiere la cosa.
Un poco más tarde, ya en el metro, me encontré
con el gordo de siempre, el de las siete, uno que lee y mueve los labios
mientras lo hace. Y la rubia que anda tan deprisa, la que siempre va corriendo,
y contra la que me gusta hacer carreras sin que ella lo sepa, y la punky de los
piercing conectada a sus cascos de música, y a los novios de toda la vida, los
que se cogen las manos soñolientos y se manosean con caricias ya gastadas, como
si se hubieran dado cuerda con la llave de la inercia. Pero esta vez no intenté
una carrera secreta para alcanzar a la rubia, ni siquiera me fijé en los labios
del gordo, esos labios siempre en
movimiento, ni me importó la música estridente que sale de los cascos de la
punky. Y todo porque no podía dejar de pensar en Fausto, y en el sueño ese tan tonto. Y es que si algo tienen de bueno los sueños es que se olvidan y con sólo
despertarte puedes volver a ser la de antes, quiero decir, la de ayer o la de
antes de ayer.
Cada vez que lo pienso,
me convenzo más de que lo de Fausto no tiene ni pies ni cabeza.
Fausto me trata de una
forma extraña, como si fuésemos amigos muy antiguos, o quizás amantes. No sé,
Fausto no es de los que tenga una forma determinada de tratarme, es más bien su
forma de contar las cosas. Dice que le
gusta hablar y que si no tengo prisa me invita a un café después de clase,
cuando ya todos se hayan marchado. Lo dice todos los días, y le digo que bueno.
Se lo digo todos los días. Porque me sabe mal decirle que no, y porque no tiene
nada de malo, porque tomarse un café después de dar clase, es algo de lo más
natural.
Él me cuenta que si te bañas una noche de luna llena y
sigues su estela se cumple cualquier deseo que pidas, por muy imposible que
parezca. Y yo le cuento que mi deseo sería pescar
sardinas a la plancha, o pulpo a la gallega, que sé yo, cualquier cosa para no tener que volver a casa tan pronto,
para no perder el tiempo en la cocina haciendo la cena y quedarme un ratito más.
Y él se ríe, y me cuenta que un día pescó un recurso contencioso administrativo
que estaba dentro de una botella de cerveza Coronita que iba a la deriva, como
una carta de amor. Y que también pescó una caracola enorme de color gris y
crema, una caracola que si la acercabas al oído y la escuchabas con atención, te
contaba cosas que habían pasado en el mar, las últimas noticias, que era una
especie de radio nacional del Mediterráneo. Y así, contándonos todas esas
tonterías, solemos pasar la tarde. Porque cuando Fausto me habla parece como si
nunca fuese a hacerse de noche, ni hubiera gordos moviendo los labios, ni
amores de inercia. Como si ni siquiera tuviese que volver a casa para hacer la
cena. Es como si la cena, y la noche, y la inercia, estuviesen en otro lugar,
en el lugar de los sueños que se repiten.
Mi marido me pregunta que
porqué llegó tan tarde cuando voy al gimnasio, dice que luego tardo muchísimo
en hacer la cena y qué va a pasar aquí. Y yo me invento mil excusas. Aunque no
sé por qué lo hago, porque no tiene nada de malo tomarse un café con Fausto después
de clase. Eso pienso yo. Aunque lo de soñar con él y dejar que se meta por
entre los azulejos del cuarto de baño, ya es otra cosa.
La próxima luna llena me iré a la playa y me
bañaré para seguir su estela, para ver si logro pescar sardinas a la plancha, y así poder estar un
ratito más con Fausto.
Total, es sólo por estar un
ratito más. No tiene nada de malo.
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