El
lunes fui a Alicante. Era la primera vez
que hacía ese viaje en Ave y me sentía alborozada. En dos horas y poco más iba
a llegar, incluso si hubiera salido por la mañana, hubiese podido regresar en el
mismo día.
¿Necesita
auriculares?, pregunta el revisor.
La
tarde se va poniendo roja por la derecha y negra por la izquierda, parece un
sueño. Cada vez cuesta más ver el exterior.
Es en ese instante cuando subo al seiscientos de mi padre. Vamos a hacer un
viaje, esta vez de Alicante a Madrid, vamos a recoger a mi madre que ha ido a
visitar a su hermana. Conduce en el nuevo coche, un seiscientos verde matricula
A-44439 (quizá sea la única matricula de coche que nunca olvidaré). Mi madre
dice que estamos locos, mis hermanos dudan de la pericia de mi padre porque
acaba de sacarse el carné. Pero mi confianza en él es inquebrantable. Olvido
que conduce en primera la mayor parte del tiempo, que cambiar de marcha se le
hace un mundo, que es más grande que el coche que conduce, que se mueve dentro
con dificultad, que por el ruido ensordecedor de sus acelerones es fácil detectar
su presencia. Mi padre suena a coche que se cala. Pero a mí no me importa.
Es
de noche, solo veo mi reflejo en el cristal y no me reconozco. La película está
a punto de empezar, trato de ver el exterior juntando las manos y me pregunto
dónde estará Alcázar de San Juan o Quintanar de la Orden. A lo lejos observo la
autopista, pero solo veo una carretera de dos vías. Mi padre ya es ducho en el
cambio de marchas pero es todavía incapaz de adelantar. Puede venir en sentido
contrario un loco y él no ser capaz de acelerar lo suficiente. “Podemos chocar,
hija”. Yo creo en él. Cantamos muy fuerte canciones canarias, o mejor dicho, yo
canto y él tararea. “Ponte la mantilla blanca,
ponte la matilla azul…” Reímos a carcajadas y no dejamos de cantar hasta que, animado por mi insistencia y las
veces que el camión que circula delante
se hace a un lado, inicia su gran proeza: adelantar. Lo jaleo mientras lo hace.
“Da tiempo, papá. Acelera. Lo vamos a lograr.”
La
carretera se hace inmensa, larga, inconmensurable. Aprieta el acelerador y lo
adelanta. Aplaudo enardecida y volvemos a las mantillas, a la blanca y a la
azul. “Tenemos que celebrar que he adelantado a mi primer camión”, me dice
ilusionado. Nos encanta comer y esa hazaña merece un bocadillo de calamares. Mi
madre nos pone a régimen, dice que no paramos de comer y que nos vamos a poner
como focas. Nos encontramos lo suficientemente lejos para transgredir las
normas sin dejar más huellas que algún michelín sin importancia.
Mientras disfrutamos del bocadillo, el camión
volverá a ponerse por delante. Es un riesgo que asumimos.
Ya
es de noche, la película que ponen en el ave va de un espía en la dictadura de
Salazar, me quedo medio dormida en el asiento, e inmediatamente regreso al A-44439.
Ha oscurecido y mi padre ve a lo lejos al camión que tanto le había costado
adelantar. Dice que debemos hacer noche en Mota de Cuervo, que un viaje
Alicante-Madrid de tirón es una locura. Estoy de acuerdo con él. Nos detenemos
en “El mesón de don Quijote”
La
película está a punto de terminar y las azafatas nos pasan un pequeño
tentempié. Ya no pasamos por Mota de Cuervo, ni por El Mesón de don Quijote. Dudo
si se llevaron esa carretera como al seiscientos y a mi padre, un día
cualquiera, para dejarme huérfana de canciones y risas, de bocadillos de
calamares y adelantamientos intrépidos.
“Deseamos que el viaje haya sido de su agrado
y esperamos volver a contar con su compañía.”
Es
lo mismo que le dije a mi padre cuando llegamos a Madrid.
“Papá, esto lo tenemos que repetir “
2 comentarios:
Como siempre genial en tu sencillez. Y que gracia tiene mi niña! Es que lo cuentas y lo vivo. quién no ha tenido un 600 en su vida? beso grande y hasta el 14.
Como el seiscientos y los viejos amigos, nada.
Un beso gordo
Carmina
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