Si
volviera a nacer creo que elegiría una profesión que me permitiera pasar mucho tiempo con los niños.
El
martes estuve en el colegio María Auxiliadora de Alicante, era un encuentro
entre escritor y lectores. Tenía que hablar de mi libro: “Gus y la casa voladora”
Ellos ya lo habían leído y me esperaban vestidos de tertulianos de principio de
siglo. Los chicos llevaban bigotes, sombreros, corbatas y lo que se les
ocurría. Las chicas pamelas y pañuelos. Todos habían preparado dibujos sobre
como imaginaban algunas escenas de la obra.
Es
difícil explicar la sensación tan extraordinaria que me produjeron. Sentí haber
crecido, que hubiéramos crecido todas las niñas y niños que algún día fuimos. Sufrí
un pequeño síndrome de Peter Pan por su espontaneidad, por sus preguntas, por
su forma de ver lo que les rodea. Y comprendí por qué nunca olvidamos aquellos
años, ni a los amigos que tuvimos, ni a los profesores que nos enseñaron, ni
las rodillas llenas de heridas, ni al bedel que nos regañaba por demorarnos en
el recreo. Por qué las distancias eran tan largas, las clases tan grandes, las
vallas tan infranqueables. Quizá la generosidad y la inocencia vaya muriendo
poco a poco, o tan solo transformándose para no ser heridos. Quizá se forma una
costra fácil de romper. Y nos ocurre tan
poco a poco, que se nos olvida que existió un tiempo en el que nosotros, todos,
dejábamos nuestro corazón en el pupitre, junto con el estuche, sin temor a que
nos lo destrozaran.
Solo
por la ilusión que sentimos al encontrar a algún amigo de entonces o cuando se
nos cuela algún recuerdo de aquellos días, nos damos cuenta de que hubo un
tiempo en que todo nos llamaba la atención, en que lo esperábamos todo, en el
que nos lo merecíamos todo.
Una
niña me dijo que le había gustado la escena en la que "el prota" ayuda a su prima
aunque parece tenerle mucha manía, porque le da pena que se haya quedado
atrapada en un árbol. Y le había gustado porque se había dado cuenta de que a
pesar de estar siempre peleándose con su hermano, lo quería, y que pelearse no
tenía nada que ver con no querer. Hubo de todo, incluso un niño que dibujaba
muy bien, me propuso despedir al ilustrador y contratarlo a él. Me los hubiera
comido a besos. Algunos me enseñaron unos dibujos muy bien terminados y sorprendentes
para su edad, pero otros, algunos de los que no se atrevían a enseñarlos porque
estaban sin terminar ni colorear, descubrían con su dibujo, quizá no un esmero
en la obra, pero sí una creatividad extraordinaria, una imaginación digna de
ser fomentada.
Me
despedí con mucha pena y con mucha envidia a María, la profesora
que luchaba por sacar de ellos lo mejor, aunque para mí ya lo había sacado.
¿Va
a haber una segunda parte? ¿Seguirás escribiendo para niños?
¿Cómo
no hacerlo? ¿Cómo privarme de la fantasía de volver a aquellos tiempos en los
que era capaz de vivir extraordinarias aventuras con una simple caja de
rotuladores?
Se
quedaron en el recreo, me despidieron desde lejos y los vi jugar.
Agradecí
a “Gus y la casa voladora” ese momento tan maravillosos que me había hecho
pasar. No pude traerme ni una sola foto, la privacidad de los niños requiere
la aprobación de cada uno de los padres. Lo sentí pero me pareció lógico. Solo
espero sus dibujos. Estoy deseando recibirlos, colgarlos de mi despacho y mirarlos
para no olvidar nunca, mientras escribo e invento, que dentro de mí todavía vive
esa niña que olía a chicle y a goma de borrar.
1 comentario:
Siempre tan acertada tu reflexión.Si todos conservásemos algo del niño que fuimos, otro gallo cantaría.
Nos vemos pronto!!
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