sábado, 4 de junio de 2016

BUDAPEST 2

                                               








Budapest es una ciudad que, aún a pesar de esperar mucho de ella, me impresionó. Hacía tiempo que me había empeñado en visitarla pero siempre, por unas razones u otras, ganaba Viena o Praga.
Por fin esta vez el destino y la obsesión que me entra en San Isidro nos pegó un empujoncito y lo logramos. 
Nos hospedamos en el hotel Geller. No sé qué decir de él, ni lo recomiendo ni lo dejo de recomendar, es como esos amores de adolescencia a los que no volverías pero que te dejan un recuerdo amable, incluso excitante. De los que recuerdas con cariño cuando todo te sale mal, cuando piensas: ves tú, esto no me hubiese pasado si me hubiese casado con Heliodorito. Lo malo es que cuando se te pasa el mal humor, recapacitas y decides que aquello no había por donde cogerlo.
Por una parte es antiquísimo, las habitaciones parecen del siglo pasado, huelen  a siglo pasado y sientes que en cualquier momento se va a aparecer el bisabuelito para sentarse a los pies de tu cama y contarte el desembarco de Normandía a tiempo real.
Quizá influyó que no teníamos habitación con vistas o que la limpieza dejaba mucho que desear, supongo que esos motivos intervienen a la hora de  recomendarlo. Sin embargo debo reconocer que nuestra impresión fue mejorando día a día; con el magnifico buffet de por las mañanas, con el baño en las termas del hotel que te permitían regresar a la habitación a ducharte, con la comida en uno de sus restaurantes bajo unas sombrillas que parecían tener aire acondicionado en las barras, una terraza que daba al Danubio, junto a Buda, frente a Pest, con unas cañas de cerveza de “a litro”. Bueno, ni que decir tiene, que en ese momento se me pasaron todas las reticencias por la antigüedad de la habitación, por una mosca que nos acompañó noche tras noche, y por el extraño olor a naftalina y polvo reconcentrado que despedía el dormitorio. Pero a qué negarlo, aquel día disfruté de una de las mejores comidas húngaras que he tomado en el viaje. He tenido que hacer acopio de Rennie (un antiácido) porque a los húngaros les gustan los picantes, los pimientos enrabiados, las salsas muy condimentadas y todo lo que mi estómago rechaza. Pero como soy de poco control, disfrutaba de la comida y luego juraba en arameo por la digestión.
La primera noche intentaron engañarnos nada más vernos entrar en un restaurante de czardas y francachelas, aunque la culpa fue nuestra y solo nuestra, porque la guía turística que compramos lo avisaba: “Ni se le ocurra entrar en el típico restaurante en el que una orquesta húngara le agasaja, que es para incautos”. Pero todavía no habíamos llegado al capitulo “timos” y caímos como tiernos lirios del campo en las garras de los músicos y su banda. Los  vimos tan majos, tan autóctonos ellos, que se nos ocurrió entrar para probar el famoso gulasch mientras escuchábamos a esa orquesta que se desvivía por amenizar nuestra cena por encima de todo.
El camarero nos reconoció al instante, y eso que ahora ya no se llevan las máquinas de fotos, ni usamos gorros de paja, ni pantalones a media pierna, ni calcetines con sandalias.
Nos colocó al lado de la orquesta, pero tan al lado que no podíamos ni hablar. Mientras probábamos el reseco y escaso gulasch, el violinista, no solo tocó unas czardas macarronicas sino que interpretó todo su repertorio de español tronío, desde “Viva España”, hasta “Quizá, quizá, quizá”, pasando por “El emigrante”. Además tocaba con un arrobo y un acercamiento que parecía que te iba a besar la oreja de un momento a otro. Daba no sé qué. De pronto, en un descanso desapareció para reaparecer con el violín repleto de billetes de veinte euros entremezclados en las cuerdas. Lo metía en nuestras narices por si se nos escapaba la indirecta. Luego cantaba melosos eso de “quizá, quizá, quizá”, con una sonrisa falsísima. Fue en ese instante cuando decidimos pagar la cuenta y salir del local lo más disimuladamente posible. No fue fácil, la verdad. El que nos quería besar la oreja, le cambió el gesto al ver que nos marchábamos sin enriquecer sus cuerdas y casi nos pega un violínazo.
 No miramos hacia atrás ¿para qué?
Ser turista tiene eso, que se te nota mucho.
(continuará)







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