imagen: RAFAL OLBINSKI
Cuando
era niña y jugaba con mis primos a
saltar olas, a rebozarnos en la arena o simplemente a hacer castillos en la
orilla, siempre acabábamos prometiendo lo mismo: “Cuando nos hagamos mayores
nunca seremos tan aburridos como para echarnos en una toalla a tomar el sol”.
Cuando
mi amigo José Luis me hizo ver una mañana, mientras paseábamos por la orilla
del mar, las pocas personas que tenía buen tipo, le di la razón.
Cuando
salí en una función del colegio disfrazada de ancianita con un moño y el pelo
lleno de polvos de talco, estaba segura de que, llegado el día, yo sería una
ancianita la mar de mona.
Los
años han pasado y me han hecho comprender que lo de jugar con las olas o rebozarte
en la arena, no hay quién lo soporte a partir de una edad, que los cuerpos de
los diecisiete años no se mantienen durante toda la vida y que envejecer no es
solo tener el pelo blanco sino que conlleva otros deterioros que empeoran mucho
el aspecto. Pero lo que nunca necesité que nadie me dijera o me explicara, es
que cuando viera a una señora mayor y tuviera que rellenar un cuestionario sobre
mayores del barrio, tuviese que decírselo a boca jarro, como le pasó el otro
día a mi tía. “No es que yo me las de joven, me explicaba la pobre, pero es que
no le veo la necesidad de soltártelo así”.
Puedes
no entender cómo se sienten los demás, puede hacérsete cuesta arriba comprender,
cuando eres muy joven, que a las
personas muy mayores les cueste hasta entrar en una bañera. Pero de eso, a ir por la calle haciendo encuestas a los mayores por
mayores, a los feos por feos, a los gordos por gordos, y decírselo sin pizca de
filtro, ya es otra cosa.
Todo
se hereda, como el color del pelo, los dientes podridos, la celulitis y la mala educación. La ventaja es que todo
llega.
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