Cuando
preparaba la oposición, una noche soñé que el tribunal me preguntaban el
impuesto sobre la flauta. Yo miraba hacia un lado y otro buscando a alguien
que me ayudara porque no me sonaba de nada. Una compañera, pero del colegio
(así son los sueños), me dijo muy bajito: “Es un impuesto de aire”.
Ni
que decir tiene que me desperté empapada en sudor e inseguridad. Una vez
despierta del todo, comprendí que mis pesadillas eran propias de la angustia
pre examen. Mis compañeros todavía recuerdan el sueño y me gastan bromas al
respecto. Pero ahora, visto lo visto, empiezo a pensar que de pesadilla nada,
que aquello no fue más que un adelanto de los impuestos municipales que nos
esperaba muchos años después, que yo era, nada más y nada menos, que un Nostradamus
de los años ochenta con visión telescópica para el siglo XXI, y que si hubiera
tenido a José para interpretar mi sueño como hizo con el faraón, hubiera
avisado a los electores de la manada de vacas flacas que se avecinaban.
El
Ayuntamiento está tieso, eso no hay quién lo dude, y el equipo municipal está
dispuesto a todo para llenarlo. Se le caen los árboles, se le acumula la
basura, los atascos, la polución… Y ha decidido que lo paguemos los madrileños
con variopintos impuestos; los del cajero, los de tasas turísticas, los de
Vallecas para arriba, los de aparcamientos en días festivos por el centro y
pronto, aledaños, la subida de las multas,…
Lo
que más ilusión me hace de pertenecer a la Unión Europea es que poquito a poco van echando abajo todas las
atrocidades que sufrimos de nuestros gobernantes para recaudar. Ya echaron por
tierra el pago de Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones de la Comunidad
Valenciana (una aberración que distinguía a los foráneos de los otros) y otras
muchas meteduras de pata y mano en bolsillo.
En
fin, que el Impuesto sobre la flauta está al caer, así que no se despiste nadie
y se deje de música, sobre todo, sacra.
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