Lo peor de escribir son las consecuencias.
Hay un momento en el que dejas tu cuerpo, tus manías, tus esguinces y los
kilos de más, para convertirte en ese ser necesario para tirar de la historia que
quieres contar. Y si se necesita ser cojo o que te duela el esternón, pues
duele que no hay quién lo aguante. Te pueden disparar a boca jarro, y si lo has
preparado bien, hasta puedes salir ileso del trance, incluso mantener la bala
entre los dientes, y devolverla al agresor escupiendo hasta destrozarle la
trompa de Eustaquio o las de Falopio, porque con imaginación todo acaba cayendo.
Escribir lo es todo. Es olvidar el aporreo del piano de la estudiante del 4º,
las palabras agrias de tu amiga, la sanción que te ha puesto Hacienda por no
poner esto o aquello, ver sin inmutarte como se atasca el fregadero de tanto
que te queda por fregar. Escribir es olvidar el mundo que te rodea para rodearte
de otro más amable o, por lo menos, más manejable. No hay mayor poder que ese. El
mundo tiene una dimensión mágica y es licito alargarla, transformarla,
fantasearla para que nuestro paso por esta vida no sea tan aburrido.
Cuando me preguntaban qué quería ser de mayor siempre contestaba que muchas
personas, cuantas más mejor. Quería meterme dentro de otros y comprender por
ejemplo por qué le dolía menos a Magdalena la limpieza de boca que a mí, por qué
Rosa siempre parecía ser experta en todo, por qué María nunca tenía hambre. En
fin, que a lo largo de los años fui pensando que para poder experimentar lo
humano, quizá lo mejor fuese ser actriz de teatro.
No fui capaz.
La primera vez que tuve que gritar dentro de un coro de voces la simple
frase: “A las cinco de la tarde” casi me muero de la vergüenza. Pero cuando me
tocó el turno de levantarme sola, vestida de negro, en medio de un circulo para
decir con voz desgarrada “Ya viene la gangrena” y todos contestaron: “A las
cinco de la tarde”. Me salió una erupción de vergüenza que me duró una semana.
Sobre todo, cuando observé al director y a los actores más veteranos, reírse de
las novatas. Ese día comprendí que nunca sería otra que la que soy, que
permanecería encerrada entre mis cuatro paredes de pelo, carácter, fobias,
miedos, altura, ojos y boca para siempre.
Por eso, cuando mucho más tarde, descubrí que sin que nadie se riera de mí,
yo podría disfrazarme de otros seres. El mundo se ensanchó de golpe. Dejé de tener
una edad, dejé de tener el pelo castaño, de vivir en mi casa y de tener tantos o
cuantos años. Dejé de ser una boba o una buenaza, una borde o una vergonzosa, porque
empezaron a nacer seres diferentes dentro de mí, nació una tatuada con una
madre obsesiva, o una mujer a la que nadie escucha, o un hombre que solo se ve
a sí mismo, o esa mujer que prefiere pensar que se ha trasladado a París de
golpe, antes de reconocer que su marido la engaña.
Quizá solo creaba los personajes, los dejaba andar a solas, dando traspiés,
hasta que se iban envalentonando, cogiendo fuerza, me contradecían, me
plantaban cara, y salían por donde menos me podía imaginar.
Es la experiencia más extraordinaria que se puede tener.
Por eso, cuando olvidas el motivo por el que estás aquí, cuando antes de
disfrutar, te dedicas a ver los huecos que tus amigos han dejado en las presentaciones
de tus libros. Cuando escuchas el silencio de los tuyos ante un éxito. Cuando no
ves más que lo negativo y olvidas a aquellos que sí te siguen, sí te animan, sí
están a tu lado para rellenar esos huecos. Cuando has perdido la magia de la
escritura y te has dejado llevar por el ego, te has perdido a ti y a todos tus
personajes, esos que te enseñaron a vivir otras vidas, a sentir como otras
gentes, a comprender mucho más el mundo que te rodea.
Con el ego fortalecido la magia se desmorona y se transforma en otra cosa, tan
áspera y dolorosa, que obliga a los personajes a huir de tu cabeza, a emigrar
de tu vida, y te quedas hueco, oscuro, encerrado entre tus cuatro paredes de
pelo, carácter, fobias, miedos, altura, ojos y boca Y aparece la obsesión por las
comparaciones, las malas reseñas, los desplantes que sustituyen y apagan los
colores que brillaban en tu cabeza.
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