Antes,
me refiero “al jurásico”, cuando no se había impuesto todavía el whatsApp,
llamábamos por teléfono a lo vivo. Era un “aquí te cojo, aquí te pillo”. Es
cierto que tenía sus inconvenientes, porque a veces te pillaba tu prima
Secundina, pongo por caso, en plena elaboración de una tortilla de patatas, y
aquello se acababa convirtiendo en un ladrillo deconstruido, por no saber cómo
quitártela de encima. Los había que se enrollaban como persianas, con una
cadencia tonal que te iba adormeciendo hasta dejarte huérfana de reacción. Resultaba
peligroso y extenuante, lo reconozco.
Luego
llegaron los teléfonos con información de número, y tú, si no te veías con suficiente ánimo y energía para
enfrentarte al interlocutor en ese momento, lo aplazabas. Pero jamás dejabas de
devolver una llamada si no querías caer en el ostracismo por grosera y
despectiva. La mayoría de las veces para que no olvidaras que te tenía en la
lista, te dejaba un largo mensaje en el contestador, en el que te comunicaba que
solicitaba tu oído, o mejor, tu oreja. A veces el mensaje que recibías era
equivocado, como me pasó con el teléfono de la playa, en el que el contestador
insistían en que llamara a una tal Marisela que acababa de dar a luz a una niña
encantadora, y como no tenía ni idea de quién era la tal Marisela ni la niña
encantadora, pasé del asunto. Cuando regresé otro fin de semana, tenía seis
mensajes de la madre de la tal Marisela poniéndome a caldo por no haber tenido
a bien llamarla. Menuda agresividad. Supongo que alguna vez se aclararía el
asunto. Con esto quiero señalar lo mal
que se llevaba que no se devolviera la llamada.
Pero
las comunicaciones avanzaban a pasos agigantados y aprendimos a desconectar el
contestador para ahorrarnos afrentas y disgustos.
Luego
llegaron los mensajes de texto, Facebook, los emoticones, Twitter e Instagram,
pero lo de tener una secretaria particular que filtrara tus llamadas, no llegó
hasta que el WhatsApp se hizo un hueco en nuestras vidas.
Ahora
nos comunicamos por ese invento anodino y con plantilla, que te permite soltar
una fresca con emoticón sonriente, como si añadieses: “Si es broma, mujer.” El
problema es que cada día se acrecienta más la costumbre de no contestar al
teléfono, no devolver la llamada y dejarte como un trapo sucio e inútil en
medio de la calzada (lo siento, mi autoestima es así).
Estoy
indignada porque ahora ya no me coge el móvil ni mis propios hijos “Que si
estaba dándole la merienda al niño, durmiéndolo, llevándole a actividades diversas,
preguntándole la lección...” Menudos rebotes me estoy llevando. He decidido que
cuando alguien no me devuelva una llamada, lo borro de mi lista y aquí paz y
después gloria. A partir de ahora, si quiero comunicarme emplearé Facebook,
emoticones de WhatsAPP o fotografías de amaneceres en Instagram. Todo menos
sufrir desplantes.
Ya
domino WhatsApp, sé quién me lee, quién ha recibido mi mensaje, cómo borrar sin
que nadie se entere, leer en la clandestinidad.
Lo único que me falta es saber si una conversación está finiquitada,
pues cuando creo que ya está todo dicho y no hay más tela que cortar, me
preguntan por qué no contesté a su contestación.
Oye,
un sinvivir.
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