martes, 16 de abril de 2019

COLONOSCOPIA




Cinco de abril. Estoy preparada para hacerme una endoscopia, una colonoscopia y una ecografía abdominal. Un día a dieta blanda; otro, a liquido; otro, limpiando el intestino. He acudido al médico tan solo porque digiero mal, pero él me ha mandado la dichosa colonoscopia. Son las cinco y media de la tarde y como no ha llegado el siguiente paciente, me cuelan. Todo parece cotidiano. Ya tenemos preparada una cenita para resarcirnos de tanto líquido. Me sedan. De pronto me despierto con un dolor en el vientre insoportable. Llamen  a los familiares, escucho decir. Puede haber habido una perforación. El vientre se hincha hasta niveles que dan miedo. De consulta a urgencias, de tac a radio. Una enfermera toma mi tensión permanentemente. Está muy baja, le escucho decir. Siento que esto se ha acabado y quiero despedirme de mis hijos. Suena raro, la verdad, porque como una no se ha muerto nunca, llega a pensar que es una especie de diosa del Olimpo; inmortal y poderosa. El dolor es tan fuerte, tan insoportable que prefiero terminar cuanto antes. La camilla vuela de un lado para otro tropezando con todas y cada una de las imperfecciones del suelo y aumentando mi sufrimiento. Solo recuerdo el dolor y la cantidad de autorizaciones que me ponen delante para que firme. “Exoneración de responsabilidades” Los cirujanos dicen que hay que abrir inmediatamente y que no saben lo que se van a encontrar. De nuevo pido que me quiten el dolor aunque sea a costa de mi vida. Me dan morfina. A lo mejor le tenemos que colocar un ano artificial, me dicen como gran consuelo. Se lo quitaríamos en unos meses y la volveríamos a operar. El ano artificial es una bolsita para recoger las heces. Resulta alentador, sobre todo cuando la alternativa es la muerte. (Uff qué mal suena)
Salgo del quirófano y los míos sonríen ilusionados. Era un agujero pequeño, lo han podido coser. No había casi infección porque el intestino estaba limpio por la preparación de la colonoscopia, no es necesario el artificial.
Una noche en la UCI, cinco análisis clínicos, dos piruletas de limón que consisten en un palito de algodón impregnado en limón para compensar la sequedad de boca, un colchón que se mueve solo, según me cuentan, para que no se hagan llagas en la piel. Conectada a un montón de aparatos solo alcanzo a ver a enfermos que se lamentan, escucho pitidos constantes como si sonara el teléfono. No duermo pero chupo piruletas con fruición.
Amanece y me bajan a la habitación subida en la cama robótica, de espaldas y a velocidad supersónica. Me entran nauseas. Me avisan de que el peligro no ha pasado. Hasta que no se mueva el intestino, hasta que no pasen diez días, complicaciones... Tengo que soplar, para que no se encharque el pulmón, pasear, para evitar la acumulación de líquido, ponerme una faja para que vuelva el intestino a sus dimensiones originales. El día once me dan el alta y el trece, de madrugada, empiezo  a expulsar un líquido de la sonda que se supone me habían cerrado. Acudo  a urgencias, solo quiero que me cierren la herida, pero el médico que me atiende en urgencias es un gran pensador. No sabe qué hacer y mira al techo. No encuentra en el ordenador de la clínica mi historia, a pesar de que me operaron allí. Piensa, piensa mucho, tanto que lo único que se le ocurre es hacerme un análisis y dejarme en observación. Pido con angustia que me pongan otro apósito de contacto para no dejar salir el líquido y me envíen a casa. Piensa de nuevo, y al final dice que bueno, que me vaya a casa.  
El lunes llamo a la consulta de los cirujanos porque mis piernas parecen las de un elefante. Ya no puedo ni moverme. La enfermera contesta indignada que si acaso no sabemos que estamos en Semana Santa, y que si tengo un problema, acuda a urgencias. Solo de recordar el rostro contemplativo del médico de aquella noche, prefiero convertirme en paquidermo hasta que pase la Semana Santa. Estaríamos buenos.
Busco en internet “El defensor del paciente” y leo los casos resueltos; un chico que tenía problemas con las muelas del juicio y le cortaron una pierna, una mujer que murió en urgencias porque nadie dio razón de su infarto... Pienso que lo mío, después de todo, es nimio. Porque, vamos a ver, ¿a quién se le ocurre protestar porque le perforen el estómago, salga con ano artificial de una simple colonoscopia, o le nieguen atención por ser Semana Santa?
Desengáñate,  me dice mi sobrina que es abogada y tiene el colmillo retorcido. No suelen progresar las denuncias por mala praxis.
Atravesar el intestino ¿es mala praxis o mala suerte? Irse de vacaciones en Semana Santa sin dejar sustituto, ¿es mala praxis o mala suerte?
Mira que atravesarte en vacaciones, menos mal que tenemos un equipo pionero en solucionar asuntos en urgencias. 
Lo mejor de todo fue que, al volver  a casa, después de la visita a urgencias, no me la habían okupado. Todo un detalle; tampoco progresan esas denuncias, según me cuentan.

Hay que ver siempre lo positivo de la vida.

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