Cinco
de abril. Estoy preparada para hacerme una endoscopia, una colonoscopia y una
ecografía abdominal. Un día a dieta blanda; otro, a liquido; otro, limpiando el
intestino. He acudido al médico tan solo porque digiero mal, pero él me ha
mandado la dichosa colonoscopia. Son las cinco y media de la tarde y como no ha
llegado el siguiente paciente, me cuelan. Todo parece cotidiano. Ya tenemos
preparada una cenita para resarcirnos de tanto líquido. Me sedan. De pronto me
despierto con un dolor en el vientre insoportable. Llamen a los familiares, escucho decir. Puede haber
habido una perforación. El vientre se hincha hasta niveles que dan miedo. De
consulta a urgencias, de tac a radio. Una enfermera toma mi tensión permanentemente.
Está muy baja, le escucho decir. Siento que esto se ha acabado y quiero
despedirme de mis hijos. Suena raro, la verdad, porque como una no se ha muerto
nunca, llega a pensar que es una especie de diosa del Olimpo; inmortal y
poderosa. El dolor es tan fuerte, tan insoportable que prefiero terminar cuanto
antes. La camilla vuela de un lado para otro tropezando con todas y cada una de
las imperfecciones del suelo y aumentando mi sufrimiento. Solo recuerdo el
dolor y la cantidad de autorizaciones que me ponen delante para que firme. “Exoneración
de responsabilidades” Los cirujanos dicen que hay que abrir inmediatamente y
que no saben lo que se van a encontrar. De nuevo pido que me quiten el dolor
aunque sea a costa de mi vida. Me dan morfina. A lo mejor le tenemos que
colocar un ano artificial, me dicen como gran consuelo. Se lo quitaríamos en
unos meses y la volveríamos a operar. El ano artificial es una bolsita para
recoger las heces. Resulta alentador, sobre todo cuando la alternativa es la
muerte. (Uff qué mal suena)
Salgo
del quirófano y los míos sonríen ilusionados. Era un agujero pequeño, lo han
podido coser. No había casi infección porque el intestino estaba limpio por la
preparación de la colonoscopia, no es necesario el artificial.
Una noche
en la UCI, cinco análisis clínicos, dos piruletas de limón que consisten en un
palito de algodón impregnado en limón para compensar la sequedad de boca, un
colchón que se mueve solo, según me cuentan, para que no se hagan llagas en la
piel. Conectada a un montón de aparatos solo alcanzo a ver a enfermos que se lamentan,
escucho pitidos constantes como si sonara el teléfono. No duermo pero chupo
piruletas con fruición.
Amanece
y me bajan a la habitación subida en la cama robótica, de espaldas y a
velocidad supersónica. Me entran nauseas. Me avisan de que el peligro no ha
pasado. Hasta que no se mueva el intestino, hasta que no pasen diez días,
complicaciones... Tengo que soplar, para que no se encharque el pulmón, pasear,
para evitar la acumulación de líquido, ponerme una faja para que vuelva el
intestino a sus dimensiones originales. El día once me dan el alta y el trece,
de madrugada, empiezo a expulsar un
líquido de la sonda que se supone me habían cerrado. Acudo a urgencias, solo quiero que me cierren la herida,
pero el médico que me atiende en urgencias es un gran pensador. No sabe qué
hacer y mira al techo. No encuentra en el ordenador de la clínica mi historia,
a pesar de que me operaron allí. Piensa, piensa mucho, tanto que lo único que se
le ocurre es hacerme un análisis y dejarme en observación. Pido con angustia
que me pongan otro apósito de contacto para no dejar salir el líquido y me envíen
a casa. Piensa de nuevo, y al final dice que bueno, que me vaya a casa.
El
lunes llamo a la consulta de los cirujanos porque mis piernas parecen las de un
elefante. Ya no puedo ni moverme. La enfermera contesta indignada que si acaso no
sabemos que estamos en Semana Santa, y que si tengo un problema, acuda a
urgencias. Solo de recordar el rostro contemplativo del médico de aquella noche,
prefiero convertirme en paquidermo hasta que pase la Semana Santa. Estaríamos buenos.
Busco
en internet “El defensor del paciente” y leo los casos resueltos; un chico que
tenía problemas con las muelas del juicio y le cortaron una pierna, una mujer
que murió en urgencias porque nadie dio razón de su infarto... Pienso que lo
mío, después de todo, es nimio. Porque, vamos a ver, ¿a quién se le ocurre
protestar porque le perforen el estómago, salga con ano artificial de una
simple colonoscopia, o le nieguen atención por ser Semana Santa?
Desengáñate, me dice mi sobrina que es abogada y tiene el
colmillo retorcido. No suelen progresar las denuncias por mala praxis.
Atravesar
el intestino ¿es mala praxis o mala suerte? Irse de vacaciones en Semana Santa
sin dejar sustituto, ¿es mala praxis o mala suerte?
Mira
que atravesarte en vacaciones, menos mal que tenemos un equipo pionero en
solucionar asuntos en urgencias.
Lo
mejor de todo fue que, al volver a casa,
después de la visita a urgencias, no me la habían okupado. Todo un detalle; tampoco progresan esas denuncias, según
me cuentan.
Hay
que ver siempre lo positivo de la vida.
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