jueves, 11 de julio de 2019

El Ave y el seiscientos verde

El lunes fui a Alicante. Era la primera vez que hacía ese viaje en Ave y me sentía alborozada. En dos horas y poco más iba a llegar, incluso si hubiera salido por la mañana, hubiese podido regresar en el mismo día. 
¿Necesita auriculares?, pregunta el revisor. 
La tarde se va poniendo roja por la derecha y negra por la izquierda, parece un sueño. Cada vez cuesta más ver el exterior. Es en ese instante cuando subo al seiscientos de mi padre. Vamos a hacer un viaje, esta vez de Alicante a Madrid, vamos a recoger a mi madre que ha ido a visitar a su hermana. Conduce en el nuevo coche, un Seat seiscientos verde, matricula A-44439 (quizá sea la única matricula de coche que nunca olvidaré). Mi madre dice que estamos locos, mis hermanos dudan de la pericia de mi padre porque acaba de sacarse el carné. Pero mi confianza en él es inquebrantable. Olvido que conduce en primera la mayor parte del tiempo, que cambiar de marcha se le hace un mundo, que es más grande que el coche que conduce, dos tallas menos, que le tiran las costuras y se mueve con dificultad, que por el ruido ensordecedor de sus acelerones es fácil detectar su presencia. Mi padre suena a coche que se cala, pero a mí no me importa. 
Es de noche, solo veo mi reflejo en el cristal del ave y no me reconozco. La película está a punto de empezar, trato de ver el exterior juntando las manos y me pregunto dónde estará Alcázar de San Juan o Quintanar de la Orden. A lo lejos observo la autopista, pero solo soy capaz de ver una antigua carretera de dos vías. Mi padre ya es ducho en el cambio de marchas, pero es todavía incapaz de adelantar. Puede venir en sentido contrario un loco y él no ser capaz de acelerar lo suficiente. “Podemos chocar, hija”. Yo creo en él. Cantamos muy fuerte canciones canarias o, mejor dicho, yo canto y él tararea. “Ponte la mantilla blanca, ponte la mantilla azul…” Reímos a carcajadas y no dejamos de cantar hasta que, animado por mi insistencia y las veces que el camión que circula delante se hace a un lado, inicia su gran proeza: adelantar. Lo jaleo mientras lo hace. “Da tiempo, papá. Acelera. Lo vamos a lograr.” 
La carretera se hace inmensa, larga, inconmensurable. Aprieta el acelerador y lo adelanta. Aplaudo enardecida y volvemos a las mantillas; a la blanca y a la azul, a la recolorada. “Tenemos que celebrar que he adelantado a mi primer camión”, me dice ilusionado. Nos encanta comer y esa hazaña merece un bocadillo de calamares. Mi madre nos pone a régimen, dice que no paramos de comer y que nos vamos a poner como focas. Nos encontramos lo suficientemente lejos para transgredir las normas sin dejar más huellas que algún kilito sin importancia.
 Mientras disfrutamos del bocadillo, el camión volverá a ponerse por delante. Es un riesgo que asumimos. 
Ya es de noche, la película que ponen en el ave va de un espía en la dictadura de Salazar, me quedo medio dormida en el asiento, e inmediatamente regreso al A-44439. Ha oscurecido y mi padre ve a lo lejos al camión que tanto le había costado adelantar. Dice que debemos hacer noche en Mota de Cuervo, que un viaje Alicante-Madrid de tirón es una locura. Estoy de acuerdo con él. Nos detenemos en “El mesón de don Quijote”  
La película está a punto de terminar y las azafatas nos pasan un pequeño tentempié. Ya no pasamos por Mota de Cuervo, ni por El Mesón de don Quijote. Dudo si se llevaron esa carretera como al seiscientos y a mi padre, un día cualquiera, para dejarme huérfana de canciones y risas, de bocadillos de calamares y adelantamientos intrépidos. 
 “Deseamos que el viaje haya sido de su agrado y esperamos volver a contar con su compañía”, recita una voz en off.
Es lo mismo que le dije a mi padre cuando llegamos a Madrid.
 “Papá, esto lo tenemos que repetir “ 


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