lunes, 14 de marzo de 2022

MERCHE

 

 

 

                                              

 

 

 

 

 

 

 

Es jueves, quedo con Merche. Hemos decidido vernos todos los jueves, pero no es verdad, nos vemos solo cuando alguna de las dos está muy estresada o deprimida. Entonces nos llamamos para recordarnos que es jueves, que nos espera un café  y que no debemos meternos dentro del local por el covid.

 Acudimos muy abrigadas.

Pedimos dos cafés descafeinados de maquina y un vaso de agua. Merche me dice nada más irse el camarero, que está asustada, ¿por la guerra?, pregunto. Por todo, me explica, y continua: Te advierto que yo no me voy a morir aunque nos echen una bomba nuclear, pero sé que lo pasaré mal, eso sí lo sé.

Merche dice que ella no tiene costumbre de morirse. Ha pasado de todo en la vida, ha estado al borde de la muerte en infinidad de ocasiones, ha cogido el covid dos veces, con la variante Delta, en el peor momento y con la variante Omicrón, estas navidades. En ambos casos ha estado hospitalizada y con oxigeno, las dos veces le ha afectado a los pulmones que ya los tiene muy tocados, pero ya ves tú, me dice. Morirme, lo que se dice morirme, no me muero.

Algunos días Merche acude a la cita con una bombona de oxigeno. Esos días nos permiten sentarnos dentro, aisladas y en las mesas preparadas para la cena. Algunas veces le cuesta andar; otras, está mejor y sale de casa a paso ligero.

Su enfermedad es de pulmón y grave, fumó mucho.

Mientras llega el camarero con los cafés insiste en confirmarme la preocupación que le causa la guerra. No es por mí, sino por la monstruosidad y el horror que va a salir. No me veo capaz de contemplar a los individuos despojados de sus cualidades humanas, de enfrentarme a fieras salvajes. Le recuerdo un relato de Hemingwai en el que unos soldados vuelan los puentes al paso de patrullas alemanas. Celebran la masacre que hacen en los cuerpos de los enemigos, hasta que un día, al regresar a su campamento, descubren a un soldado alemán agonizando, lleno de sangre y desmembrado, es uno más de los que han podido matar esa tarde, pero éste se encuentra solo, apartado de su pelotón. Los mira como el niño que todavía es y pide auxilio. Ellos se le acercan, lo incorporan con cariño, y tratan de consolarlo. El niño soldado les pide que si alguna vez pueden ver a su familia, les de un recado esperanzador de cómo fue su muerte, que les diga que no sufrió, que los conforten.

El protagonista se queda con las referencia y lo ayuda a morir, incluso le canta una canción alemana quedamente, mientras acaricia su pelo.

Es tremendo que en medio de una confrontación, ya sea guerra, manifestación o pelea, alguien, de pronto, se individualice, deje de ser “el otro”, el enemigo, el traidor, para volver a ser un hombre.

Qué risas ver saltar alemanes por los altos, y que dolor ver agonizar a un alemán en la cuneta, entre tus brazos, en los del asesino.

Ella se queda callada, y agradece al camarero la taza de café. No deberíamos despersonalizar a nadie, dice, y se le ensombrece el rostro.

Merche y yo tenemos ideas políticas diferentes y procuramos no hablar de ello, aunque ella no lo cumple, piensa que soy recuperable, una oveja descarriada que hay que traer al redil. Lo siento, Merche: salí con las caceroladas cuando invadieron Irak con la excusa de que tenían armas de destrucción masiva. Me ilusioné con el movimiento 15M, cuando aquellos jóvenes, que llenaban la puerta del Sol, gritaban consignas contra la corrupción de los políticos y la casta. Me gustaba que le pusiera un reloj imaginario a esa Esperanza Aguirre que los llamaba desarrapados, a esa Ana botella que vendió a fondos buitres viviendas sociales, para que supieran que el fin de su política reaccionaria estaba cerca. Abandone el 15 M cuando vi que Pablo Iglesias se compraba un chalet inmenso, cuando vi a sus escoltas pegando a policías, cuando metió a su pareja en política.

Pero, vamos a ver, dice Merche, ¿por qué no puede comprarse un chalet si tiene el dinero? Por convicción, porque se metió con los que medraban en la política, porque dijo que no saldría de Vallecas. Ella toma un sorbo de café y me pregunta. ¿Por que no puede retractarse de lo que dijo? La miro fijamente y sin levantar demasiado la voz para que no suene a pelea, le digo: porque mi voto fue para él por lo que dijo y ahora lo tiene él y yo lo he perdido. Los que consiguen votos con engaños, los debían devolver o ser castigados. No tiene derecho ese hombre y los suyos a jugar con mi esperanza  ¿A quién vas a votar, entonces? Callo. No lo irás a hacer a ..., no se atreve ni a nombrarlo. O sea que vas a votar a..., insiste.

 Me tomo el café y le pregunto por la guerra. Crees que nos caerá la estación espacial encima, nos reímos. Puede, pero a mí no me matará, sufriré mucho, pero no me matará. Sí, ya sé, tú no mueres fácilmente, bromeo.

Dejamos el tema y hablamos de nosotras, de lo que sentimos, de lo que nos alegra, de lo que nos hace reír a carcajadas. Somos como ese soldado niño al que se le quiere, venga de donde venga, vote lo que vote, porque tiene una individualidad, porque no es el enemigo, porque no se permite sacar al monstruo. 

Quedamos para el próximo jueves. Espero que la estación espacial y el covid sigan controlados. Tenemos mucho frio, la pandemia todavía nos impide tomar el café a cubierto. Regresamos a casa satisfechas de nuestras confidencias, pero un poco más tristes porque la guerra está al otro lado de la calle.

 


No hay comentarios: