A veces perdía palabras. Era algo que me preocupaba bastante,
porque cuando ya había cogido carrerilla, de pronto me quedaba en blanco. El
problema era que mi plan B era toser, ponerme roja, y aparentar que estaba en
articulo mortis.
Decidí acudir a una experta en deterioro cognitivo para ver si me
ayudaba a encontrar las palabras que perdía. Me recibió una joven con rizos negros
y gafas de concha. Le expliqué mi problema y ella, levantando unas tijeras, me
preguntó que si podía decirle que era ese objeto: ¿Me podría decir que es esto?,
repitió al ver que me había quedado algo catatónica. Al fin le contesté que sí,
que unas tijeras. ¿Y podía decirme para qué sirven? Aquí ya, mucho más
espabilada, le dije que para cortar. ¿Lo ve?, usted no tiene problemas
cognitivos, váyase tranquila y llamé a las palabras cuando se le pierdan, ellas
acudirán a su llamada. Siempre vuelven, querida.
Cogí las tijeras que había dejado sobre la mesa y blandiéndola con
agresividad le dije que de allí no me marchaba hasta que me hiciera pruebas más
contundentes. Me dijo que estaba bien, que no me pusiera así, que me llamaría
para la primera sesión de cognitivo que se formara.
Me llamaron un mes más tarde. Había cuatro mesas redondas y
ocupadas por personas de diferentes edades. Nos presentaron a cada una de ellas
y nos obligaron a recordar sus nombres, pero de una forma más complicada que
repetir tres veces “Felisa”, o asociarlo a alguna característica física. Dijo
que debíamos emplear reglas mnemotécnicas, que los nombres se quedarían
impregnando nuestro cerebro para siempre. El problema era, que para acordarme
de Isabel, por ejemplo, debía recordar a Isabel Pantoja, a Paquirrín y a
Chabelita. Para acordarme de Paco, debía recordar las hogueras de Sant Joan,
Paquito, el chocolater. Lo de Paquita fue mucho más difícil, pues teníamos que
recordar a Paquita Rico que hizo de reina Mercedes en una película con Vicente
Parra, allá por los años de maricastañas. No me fueron fáciles las asociaciones
de nombres, pero lo que se me atragantó definitivamente fueron los números de
teléfono. Había que ubicar cada decena o centena, con acontecimientos
importantes de nuestra vida. De tal forma, que para acordarme de nueve números,
el esfuerzo de memorización se ampliaba hasta llegar a crear una historia larga
e insufrible. La repetía por las noches y no pegaba ojo. Pronto me di cuenta de
que las palabras no solo no fluían a mi mente con rapidez, sino que se
desparramaban a cada momento. Si me preguntaban que íbamos a comer, comenzaba
hablando del campo, de la horticultura, de las reses, sus orígenes y
problemática. En fin, que cuando contestaba la pregunta, me había quedado sola.
Ahora he recuperado las palabras, los verbos, los adjetivos, los
complementos directos e indirectos, pero hablo tanto que todos huyen de mí.
Ayer tuvimos el examen final y cuando la profesora levantó las tijeras
para que le dijera que utensilio era ese, yo me deshice en preámbulos, sobre
los orígenes de la costura, sobre las túnicas griegas, los efebos, los peripatéticos
y las jabalinas.
Me suspendió. Dice que ahora tengo demasiadas palabras y que debó
prescindir de algunas, porque, de no ser así me convertiré en una pesada de tomo
y lomo.
No lo puedo evitar, las palabras acuden a mí como mosquitos a la
luz. El problema es que ya no tengo a quien dárselas.






