viernes, 5 de septiembre de 2008

EL DESTINO (un relato por secuencias)



Fotografía:
Cocke Garcia-Romeu
1


Jamás había creído en los muertos. Bueno, en los muertos como cadáveres o seres sin vida, sí, claro. No hay más remedio que creer en ellos. Pero no en la versión tétrica de seres descarnados que se comunican con los vivos a través de un vaso. No, todo eso no me lo había creído jamás. Aunque también es cierto que no dedicaba demasiado tiempo a pensar en esas cosas.
Tengo tres hijos de once a dieciséis años, y se me van las horas en trabajar, hacer la compra, arreglar la casa, y disgustarme. Los adolescentes saben como amargarle la vida a una.
Pero aquella tarde, mientras emitían por televisión el partido de la Uefa, Antonia, mi vecina, se presento en casa para preguntarme si me quedaban velas.
-Me refiero a velas pequeñas, redondas, de color negro, o por lo menos oscuras –me dijo.
-Pues, la verdad, no suelo comprar velas, y mucho menos negras. Pero pasa si quieres, a ver si encontramos algo.
Busqué entre las bolsas de Navidad y algunas encontré. No eran negras, es cierto, pero sí oscuras, de color granate o azul marino.
Fue por culpa de eso.
-Quieres participar con nosotros en la sesión –me dijo-. No debes tenerles miedo. Ellos son como nosotros, solo que descarnados.
Antonia había organizado en su casa una de esas sesiones de espiritismo, o guija, en la que se coloca un abecedario, un si, un no, y un vaso en el centro, que según me explicó, lo movían “ellos”. Y al decir “ellos” se le engoló tanto la voz que hasta me dio miedo.
Yo entonces no sabía de qué iba todo eso, y como odio el fútbol, encontré una manera como otra cualquiera de pasar la tarde. Y luego, muchas más. Y es que aquel día, el primero, llegó él, se metió en el vaso y nos contó miles de historias. Se llamaba Sebastián y era de Ponferrada. Todo eso nos lo dijo empujando el vaso de acá para allá, y parándose delante de cada una de las letras. Luego daba un avezado giro en redondo y continuaba dándonos sus datos personales. Lo hacía con presteza y cierta elegancia.
Era un hombre correcto e intimamos desde el primer momento. Yo, para que no se tomara libertades, lo primero que le dije fue que era casada. Él me contestó que eso ya lo sabía, que desde el más allá se sabe todo, pero que no tenía nada que temer porque él estaba muerto y descarnado, y que su interés por mí era inofensivo, meramente intelectual, aclaró. Quizás fue por eso por lo que me encariñé con Sebastián nada más verle. ¿Qué infidelidad podría yo cometer con un descarnado, intelectual, y de Ponferrada? Es cierto que a Tomás, mi marido, no se lo conté. ¿Para qué? Esas cosas nunca llegan a creerse del todo, y además, porque no hay necesidad de dar tres cuartos al pregonero. Vamos, digo yo.

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