Me
dijeron en la editorial que tendría que aumentar mi novela cuarenta paginas“. ¿Tiene
un ritmo demasiado rápido?”, pregunté. “No, es que sale más barata la
impresión”. Fue un golpe, la verdad, no voy a negarlo. Noté como iba
reduciéndome progresivamente. Empecé por el fémur derecho y terminé con los
metatarsianos. Al finalizar la charla, mis piernas colgaban de la silla y yo
me había reducido tanto como mi ego. Por otro lado había leído que el libro que
había escrito Belén Esteban era de los más vendidos. Decidí apuntarme a algo en
lo que fuera tan negada, tan negada, que ya no cupiera reducción alguna de mi
autoestima. Después de mucho pensar llegué a la conclusión de que las dos
mejores alternativas eran: pintura en cualquiera de sus variantes, o salto con
pértiga.
Me incliné por lo primero.
El
sábado me llamaron de un taller de la Comunidad. ¿Sigue usted interesada en la
pintura?, me preguntó una voz farfullosa. “Pues claro”. “Entonces venga el
lunes a las cuatro”.
Lo
primero que hizo la profesora nada más verme, fue colocarme frente a un
caballete, darme un carboncillo y poner un jarrón delante de mis narices. Era
la primera vez que cogía un carboncillo y me pareció un objeto tan diabólico
como en su día me lo pareció el ratón del ordenador.
Miré
el jarrón con mucho interés y luego el papel, pero no lograba encontrar relación
entre uno y otro. El carboncillo tenía vida propia y no acaban de hacerme con
él. La profesora merodeaba alrededor de los alumnos bastante más duchos que
yo. Al final conseguí dominar, aunque a
duras penas, el artilugio aquel, y dibujé el dichoso jarrón.
Me
la cargué.
Seguramente
pensaba la profesora que me estaba quedando con ella, que era imposible dibujar
tan mal. “¿Así lo ves tú?”, preguntó con una sonrisa de lado. “Pues sí”. “¿De
verdad que ves el hueco en la parte de arriba? “Pues sí”. “Te lo estás
inventando”. La miré detenidamente y comprobé que yo era bastante más alta, que
le pasaba toda la cabeza, y que quizá por
eso ella no veía el hueco, pero no hice alusión. Me mantuve en mis trece. “Pues
yo lo veo”. “Imposible. Tienes mucha imaginación”. Pensé subirla a horcajadas
para que me comprendiese un poco, pero desistí para no liarla el primer día. Por
otro lado yo veía el jarrón rectangular y ella redondo, yo veía las sombras a
la derecha y ella a la izquierda. Yo lo veía corto y ella largo. No la quería
desairar pero lo cierto es que no veíamos el mismo jarrón y eso me producía un
enorme desasosiego. Recordé cuando en los periódicos enumeran las cifras en las
manifestaciones. “Eran cinco mil manifestantes según las fuerzas de seguridad
del estado, quinientas mil según los manifestantes, cinco según el gobierno,
cincuenta según los bomberos…”
Comprendí
que no vivimos todos la misma realidad, que nos creemos que hablamos con
iguales pero no es cierto. El periódico me lo confirmó. España debe a los
catalanes 16.409 millones, pero según el titular esas cifras son sin contar los
gastos del estado, pero que si tenemos en cuenta la balanza según el flujo
monetario, que vete tú a saber lo que es eso, resulta que solo debe 4.015, y
eso que todavía me faltan las cifras de los mossos d´escuadra, de los bomberos,
del gobierno de allá, del gobierno de acá. En fin, un lío.
Yo,
por de pronto, he pasado la noche soñando con un jarrón virtual que cambia de
forma a cada momento. Me he despertado sudando y llena de dudas. ¿Y si me apuntara
a salto con pértiga? Estará la barra a la misma altura para todos o me pegaré
la moña?
Mejor
aumento mi novela cuarenta páginas y guardo mi ego en el armario, porque tanta
realidad paralela está acabando conmigo.
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