Paz
acudió a renovarse el carné de identidad y, al entregarlo para la firma, comprobó horrorizada que no estaba su fotografía
sino la de su tía Antonia.
-Oiga,
que yo no soy esa. Que han puesto la de mi tía –dijo indignada.
La
funcionaria la miró durante un rato, luego miró la foto y se la enseñó a su
compañero.
-Pascual,
que dice la señora que no es la de la foto.
Ambos
soltaron una carcajada y luego el compañero, moviendo el cuello de un lado
para otro, continuó apretando el dedo de una mujer contra la tinta.
La funcionaria,
recuperando su seriedad, dijo:
-No
tenemos todo el día, firme y deje pasar al siguiente.
Después
de sentir que todo el mundo la miraba, se dirigió a la tienda de un chino y le
he pidió que le hiciera un montón de fotos, de frente, de perfil, riendo y muy
seria. Cuando se las enseñó, solo vio a su tía Antonia en diferentes posturas.
Se
enfureció tanto que cogió al chino por la solapa y le recriminó estar
conchabado con los de la policía.
El
chino la echó a la calle de malos modos y ella se marchó muy confundida.
En su casa siempre se había dicho que se
parecía a la tía Antonia. No era agradable para ella, la verdad. Tenía fama de atolondrada por lo que si un día Paz tiraba un
vaso y mojaba a todos, su madre decía: “Lo ves, es que eres igual que la tía
Antonia.” Si llegaba a casa con un calcetín comido, era porque se parecía a la
tía Antonia. Si se le había rizado el pelo por la humedad, “hay que ver el
parecido tan enorme que tienes hoy con la tía Antonia.”
El
día que murió dejaron de compararlas, y quizá por ese respeto que se les debe a
los muertos no volvió a sufrir el acoso del parecido hasta que la policía, el
chino y sus padres, se conchabaron para desequilibrarla de nuevo.
Llegó
a casa hecha polvo. Su madre abrió la puerta y se mantuvo un momento quieta, como
calibrando qué hacer, y luego se marchó al salón.
Desde
su habitación la escuchó.
-Es
igual, Eliseo.
-Sabíamos
que antes o después sucedería –dijo su padre.
Se
sentaron a comer en silencio. A Paz se le cayó el vaso de agua encima del
mantel, tiró la bandeja de los macarrones y comprobó horrorizada que se había comido
los calcetines por completo.
Sus
padres se miraron cómplices pero no hicieron
alusión. Su madre tan solo se levantó a por un paño para recoger el estropicio
como si fuera de lo más natural.
Ella
no tenía ni idea de cómo había sucedido, pero lo cierto es a partir de ese momento
ya no lo iba a poder evitar.
Quizá
sea difícil evitar ser lo que siempre vaticinaron que acabarías siendo.
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