“Horizontes
de grandeza” era la peli preferida de mi hermano. Se trata, me explicaba, de
alcanzar ser lo mejor que cada uno puede llegar ser, no el mejor de muchos. Sin alharacas, sin presumir, sin contárselo a
nadie. El prota es un marino que llega
al lejano oeste de la mano de su novia. No sabe montar, ni disparar, ni, por
supuesto, domar a un caballo salvaje. Todos los del rancho se ríen de él, pero
no le importa porque noche tras noche, a solas, cuando nadie lo ve, el marino
intenta domar al caballo. Sufre caídas y soporta golpes, pero no deja de
intentarlo, hasta que una noche lo consigue, pero no se lo dice a nadie. Es
feliz. Su meta era lograrlo, saber que era capaz y se siente bien.
Mi
hermano era el mayor y yo la pequeña, nos llevábamos dieciséis años y sin
embargo nos comunicábamos de maravilla. Yo entonces soñaba con cestas de
Navidad enormes, llenas de cintas rojas, latas de espárragos y jamones. Esas
cestas que enviaban a los padres de algunas
de mis amigas, empresarios, gerifaltes… Me parecía muy cutre los bizcochos que
le hacían los pacientes a mi padre, o las mantecaditos, o los pavos que criaban
para regalárselos. Entonces no era capaz de valorar la fuerza del cariño que
impulsaba a toda esa gente a regalar lo poco que tenían. El cariño que se
desprendía de sus regalos era tan solo porque los había atendido con respeto y
entrega. No esperaban nada a cambio, tan solo reconocían un trabajo bien hecho.
Entonces solo era capaz de ver lo que brillaba, las cintas de colores, los
turrones envueltos en papel de plata. Deseaba ser la mejor de la clase, sacar
sobresalientes o encestar como una experta, sin darme cuenta de que cada vez
que fracasaba y lo volvía a intentar, había triunfado, había subido un peldaño
de fortaleza, porque, por encima de todo, estaba aprendiendo a levantarme. Y es
que hoy, que ya no tengo a mi padre, ni a mi hermano, que no están las personas
que tanto me quisieron y tanto me enseñaron, los he recordado. He separado de
golpe lo grande de lo pequeño. Porque hoy me ha reenviado un correo la
editorial para contarme que a una librera de Santander le han preguntado varios
niños si “Gus y la casa voladora” iba a tener segunda parte porque les gustaba
mucho. Y ha sido cuando he comprendido al marino que doma caballos, a los
pacientes que hacen bizcochos. He comprendido lo duro que es caer pero la
seguridad que da saber que ya te levantaste otras veces. Porque lo importante
no son los sobresalientes, ni los premios literarios, ni siquiera que te
admiren y reseñen en revistas o culturales, lo importante es saber luchar,
tener amigos que te quieran y respeten, y que un grupo de niños, que viven muy
lejos y ni siquiera te conocen, te pidan mas historias, simplemente porque disfrutan
con ellas.
Y estos
han sido mis mantecaditos de Navidad, hechos a mano, sin cestas, sin cintas,
sin jamones.
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