sábado, 4 de abril de 2015

EL SILBO CANARIO

imagen: Rafal Olbinski 




 Hoy, al leer una noticia en el periódico sobre silbos y silbidos, me he puesto nostálgica y he recordado a los serenos. Los serenos eran esos señores con uniforme que cargados de llaves y garrota, recorrían las calles de una determinada zona protegiendo a los trasnochadores. Se les quería y agasajaba en Navidad: “El sereno de su barrio le felicita las pascuas.”
El nuestro se llamaba Tomás. Cuando llegabas tarde a casa, solo tenías que gritar a pleno pulmón: ¡SERENOOO!, y él acudía veloz. Primero sonaban la garrota, luego sus llaves, y por último sus pasos apresurados. Habría tu portal, le dabas una propina y se marchaba contento. En mi casa, y sobre todo, en verano, lo llamábamos poco, teníamos la costumbre de silbar bajo el balcón. A mi madre le gustaba mantener todas las ventanas de la casa abiertas; ella consideraba que era una forma de compartir nuestro hogar con los viandantes. No había cosa que más le desconsolara que pasear por un pueblo en el que todas las ventanas y puertas se hallaran cerradas. Decía que era como si le dieran con la puerta en las narices. Quizá ese era el motivo de que los balcones de mi casa siempre estuviera abiertos. Era un poco como vivir en medio de la calle; una forma de extraversión, para mí, exagerada. Por eso, cuando se hacía tarde y María la portera cerraba el portal, nosotros no teníamos más que emitir un silbido desde la calle, bajo el balcón que daba al comedor. Mi padre se asomaba, y una vez reconocido al rezagado, le echaba la llave. Todavía puedo escuchar nuestro cómplice silbido en las noches de verano. Era algo así como “fi, fiu, fi, fiu”. Me pasé la adolescencia intentando aprender a silbar para no tener que llamar al sereno por las noches. Nuestro silbido fue una seña de identidad que se perdió el día que se jubiló Tomás y María la portera. El día que nos fuimos marchando, que se fueron cerrando las ventanas y las cortinas, los silbidos y las cenas multitudinarias, hasta que la casa fue abandonada por derribo.
 Por un tiempo, solo por un tiempo, la demolición dejó a la vista retazos de una vida; paredes medianeras empapeladas de dibujos infantiles, la habitación de los nietos, mi cuarto de juguetes... La casa dejó de acompañar a los que pasaban por La Explanada y a los que allí habíamos vivido. Y aún hoy, después de tantos años, cuando recorro La Explanada y pasó por delante de lo que entonces fueron miradores iluminados y balcones tan queridos, escucho el silbido familiar e imagino a mi padre echando la llave por la ventana y a Tomás con su garrota.
 He recordado todo aquello, porque la noticia que he leído trata sobre que se van a dar clases de silbo en La Gomera, que será una asignatura de primaria, y que así no se perderá esa costumbre ancestral de comunicación. Me ha gustado. No sé si será muy provechoso, si es necesario que se aprenda en lo colegios, pero lo que sí deseo es que sea una forma de unirnos en nuestras costumbres y recuerdos. No quisiera tener que presenciar una reunión entre los de La Gomera y el resto de españoles con interpretes de silbos incluidos. Ya ocurrió hace tiempo, cuando en una convención de abogados valencianos y catalanes exigieron auriculares e interpretes para escuchar las ponencias. En ese caso, su enseñanza en los colegios solo serviría como una forma  más de  convertir nuestras costumbres más entrañables, en modos de separación, de diferencia,  de incomunicación.

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