¿Por
qué ser el mejor si se puede ser normal? Actualmente hay una obsesión en hacer
de los chicos una especie de superhombres en pequeñito, de prepararlos para la
lucha encarnizada. Los llenan de actividades al salir de clase, les apuntan a
deportes, a saltos de altura, patinaje artístico, qué se yo. Les obligan a
competir, a ganar por encima de todo y, sin embargo, olvidan enseñarles a ser
auténticos amigos, a comunicarse, a respetar otras formas de ser y actuar. Se
olvidan de enseñarles lealtad, a levantarse cuando caen, a ponerse en el lugar
del otro, a perder, a ayudar a personas mayores o enfermas. No les
enseñan a hacer un alto en el camino para recoger al otro. Pero, sobre todo, no
les enseñan a reír como locos, a jugar como locos, a inventar como locos, a
atreverse, a vivir un mundo lleno de fantasías y esperanzas. La vida que les
espera, dicen los padres, es demasiado
dura para perder el tiempo en imaginar, comprender, jugar, reír. Y a esos
héroes pequeñitos se les enseña sobre todo a odiar, unas veces a ese progenitor que, aunque se marchara, los continua
queriendo más que a nada en el mundo, a los que no hablan su idioma, a los que
hicieron daño a su abuelo materno o paterno allá en por el año… Enfrentamiento,
lucha, principios impuestos y dolor; muchísimo dolor.
Un
psicólogo me comentaba que es tan baja la capacidad para superar adversidades
de algunos adolescentes, que se suicidan por algo tan simple como que les den
calabazas, les suspendan, no ser seleccionados para el equipo... Es el primer
rechazo que han sufrido en su vida, me decía. Ni un límite hasta el día que se
enamoran. El superhombre cae derrumbado al tropezar con la primera piedra de su
camino. Como si no supieran los padres todas a las que se van a enfrentar. ¿Qué
ocurre entonces? ¿Acaso solo queremos triunfadores a costa de su humanidad, de
sus principios, de su felicidad?
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