imagen: Chema Madof
Por
fin me decido a hincarle el diente a la declaración de la Renta. La verdad es
que cada año se me hace más cuesta arriba, no ya por las leyes de presupuestos,
que no dejan de cambiar haya o no gobierno, sino porque cada año introducen un
programa nuevo que, según dicen, es para facilitarte la tarea. El problema es
que cuanto más te la facilitan, más te
sale a pagar. Es un hecho directamente proporcional y sospechoso que me obliga,
una vez pasado el soponcio, a repasar casilla tras casilla para acabar descubriendo que, mira tú por
dónde, el programa no contemplaba esta o aquella deducción autonómica o de
bulto.
En
fin, que hoy he abierto el programa de la Agencia Tributaria y he avisado en
casa de que ni estoy ni se me espera. Teniendo en cuenta que es uno de mayo, día
de la madre, y que mis hijos se encuentran con sus madres políticas festejando
el evento, yo he decidido flagelarme con la Renta para venirme abajo
definitivamente.
Este
año tengo un desasosiego adicional que son los papeles de Panamá. Ya sé que las
trapacerías de los demás no me dan derecho a escaquear ni un euro, pero desde
el mismo momento en que empiezo a sumar y a añadir, se me pone un no sé qué en
el cuerpo, que me saca un orzuelo, me infecta tres espinillas e inflama las
amigadalas (soy de somatizar). Luego se me abre una nube encima de la cabeza,
como en los tebeos, y me mato a preguntas capciosas.
¿Habrá
diez hombres justos, como pidió Dios a Lot, para no enviar la lluvia de fuego
sobre Sodoma y Gomorra, o algún inocente sin sociedades en Panamá o paraísos fiscales,
para evitar el diluvio Universal?
Deduzco
que no, que una vez terminada la declaración, tendré que encerrarme en un Optimist
con dos loros, dos gatos y dos tortugas africanas, una de cada sexo, y lanzarme
allende el mar por si empieza el diluvio y me pilla sin terminar de pagar lo
que me corresponde.
Menudo
día me espera.
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