Los muros de mi casa son finos. Se construyeron en el boom
inmobiliario y alguien cambió los ladrillos por finas láminas de papel
higiénico envueltas en yeso para que no se notara.
Antes, lo de Panamá
y los paraísos fiscales no se llevaba tanto, todos los trapicheos se los
llevaba la construcción. Me di cuenta nada más venirme a vivir a mi nueva casa,
pero no dije nada ¿para qué?, me hubieran llamado tiquismiquis.
Al principio no digo yo que no pasara sustos. Algunas
veces escuchaba pasos acercarse a mi habitación a altas horas de la noche,
otras escuchaba suspiros de desaliento, otras, las más, ronquidos
ensordecedores que pujaban por destruir mi oído medio; el martillo, el yunque y el estribo a la vez.
Fue duro, no lo voy a negar, pero me fui acostumbrando. Me di cuenta por fin de que
los supuestos fantasmas eran mis vecinos del piso de arriba cuyas vivencias
estaban tan cerca de mi entorno que acabé por tomarles afecto. Sabía que su
hijo no había querido ponerse un vaquero que le habían regalado por Navidad con
todo el esfuerzo del mundo, porque no era de marca. Sabía que el novio de la hija
no era trigo limpio y el padre sospechaba de su carácter adusto. Sabía que el
matrimonio se regalaba mutuamente lingotitos de oro por Navidad y fiestas de
guardar, más que todo para esconder el dinero negro que obtenían de un negocio de zapatos
para ancianas con juanetes. A veces él tenía insomnio, otras veces era ella la
que le subía la fiebre por no haberse abrigado lo suficiente al visitar la
iglesia de las Salesas. También sabía que de cuando en cuando se le atascaba la
maquina de coser y le sacaba, al pobre hombre, la camisa corta de mangas. Supe
que se les murió el perro una tarde de junio y que su primo Fulgencio había querido
quedarse con los olivos de la herencia de sus abuelos.
Yo los saludaba al encontrarlos en el ascensor, como solo
se saluda a una madre o a un abuelo muy querido. Había pocas personas con las
que había compartido tantas alegrías y desasosiegos como con mis vecinos del
cuarto izquierda.
Una noche estuve a punto de confesarlo todo, de confesar
que mi vida era una continuación de la suya, que lloraba o reía a su mismo son,
que sus penas eran las mías y sus alegrías las celebraba con lingotitos de
chocolate, pero lingotitos al fin y al cabo. Y fue el día que escuché los
gritos desgarrados de su mujer diciendo que se le había puesto una cara muy mala
y que iba a llamar al Samur. “Qué mala cara se te está poniendo, Ramón", cuando el corazón se me disparó y pensé subir para ayudarla. Sabía que ya vivían solos y que esas
cosas dan mucho desasosiego a media noche. Menos mal que a ultima hora me
contuve. No podía confesar que lo sabía todo de ellos, que hasta sus zozobras se
habían convertido en las mías.
Él enfermó y yo viví sus toses nocturnas sin fin. Me
enfadaba cuando lo encontraba en el ascensor fumando, cuando comprobaba que salía
a la calle desabrigado o sin bufanda. Pero no podía hacer nada. Me limitaba a
saludarle y a comentar sobre el tiempo o la sequía.
El problema llegó el día que falleció. Lo pasé mal, no lo
voy a negar, era como perder una parte de mí. Lo sentí como nadie supo jamás en
la escalera. El vacío se hizo en mi casa. Las noches se hicieron oscuras,
desaparecieron las toses, los paseos al baño, los disgustos telefónicos con los
hijos, lo cansado que estaba de su mujer y los canticos extemporáneos que ella
entonaba para calmar los nervios. Mi casa se sumió en un silencio de cementerio
que no me permitía coger el sueño. Todo me recordaba a él, a su dinero negro, a sus paseos, a sus desarreglos
digestivos.
Fue un mes más tarde. Era ya noche cerrada, como de doce o
doce y media, cuando volví a escuchar sus toses, sus pasos, escuché la ducha de
por las mañanas y los gritos a su mujer.
Vivo aterrorizada y no me atrevo a preguntarle al portero.
Ahora además se ríe, pero se ríe como los malos de las
películas cuando están a punto de descuartizar a alguien.
Esta mañana le he confesado a mi vecina de enfrente que lo
escucho, que pasea, que tose y, sobre todo, lo más escalofriante, que ríe.
Me ha dicho que no me preocupe, que a lo mejor es de otra
casa, quizá de otro edificio. Que a ella su vecina la amenaza con llamar a la
policía por tocar la flauta a las tres de la madrugada. Dice que ni tiene flauta
ni espera comprarla jamás. Quizá eso lo explique todo, pero es desconcertante
saber que he querido, amado y respetado a alguien que quizá jamás existió, que
era un compendio de muchos otros vecinos, una farsa más de todas las que
componen nuestras pequeñas vidas.
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