Desde
hace un tiempo tengo la sensación de que ando solitaria por la vida. No es que
no haya gente a mi alrededor, hay mucha pero van a su bola. Cada día encuentro
más personas que hablan solas. Desde que me compré las gafas de espejo tengo
menos cuidado a la hora de mirar. No digo que no haya mucho móvil escaqueado en
la oreja con pinganillo incluido, ni que estén las calles hasta la bandera de
gente que chatea o mejor, guasapea, pero todavía quedan solitarios
parlanchines.
Me bajé un audio para relajarme que insiste en
que si dejo de pensar dejo de sentir. Es decir, que primero viene el
pensamiento y con él la emoción. Es cierto, pero reconozco que es muy difícil
dejar de pensar. Quizá es por eso por lo que me encuentro por las aceras, los
bares, los jardines y los autobuses, a gente indignada que se cuenta sus
afrentas, o las afrentas que imagina una y otra vez. Y lo peor es que se
indignan cada vez más alto, a veces con malos modos. Y yo, que soy curiosa por
naturaleza, acerco la oreja lo más posible. Me gusta saber qué es lo que se
cuentan para sufrir tanto. Ya no solo nos inventamos los hechos para salir
indemnes de cualquier situación, es que la película es cada vez más truculenta
y tiene menos que ver con la realidad.
El
otro día una señora casi se pega. Fue muy violento porque discutía consigo
misma. Era un manipular sus propias palabras para convencerse de algún agravio
ancestral que le había sobrevenido al echarle las cartas una vidente en el
Retiro. Le había dicho que un extranjero se iba a presentar en su vida para
ponerla patas arriba. A cualquiera nos hubiese gustado el vaticinio. Yo, sin ir
más lejos, hubiese imaginado a un danés de grandes ojos claros, estatura
considerable y yate aparcado en el estanque, trasformando mi vida para
acercarla a un palacete de esos que salen en El Hola con 300 habitaciones y
1500 baños solo para invitar amigos y presumir. Pero esa mujer debía tener una
visión negativa del mundo y de los extranjeros, por lo que casi le tira la
mesita con tapete incluido a la vidente por haber vaticinado el giro en redondo
de su existencia. Me hubiese acercado para consolarla, para explicarle que se lo
estaba montando todo ella solita, y que con hacer las paces consigo misma, el foráneo
le traería la esperanza. Me contuve porque si ve que una señora con gafas de
espejo le lee el pensamiento; el desasosiego y su negatividad, hubiese descargado
su furia contra mí.
Y es que vivimos en nuestro mundo, con
nuestras cosas, con nuestro pareceres y nuestros argumentos. Cambiamos las
sugerencias de los otros según el estado de ánimo que tengamos en ese momento o
la actitud a la que nuestro organismo tienda. Nos importa un pimiento las
opiniones de los otros a no ser que se parezcan a las nuestras, nos reafirmen y
nos completen, y de ese bucle en el que nos movemos es difícil salir.
Los
observo con mis gafas raras y me pregunto si cuando dejo de cotillear a los demás,
también hablo sola, y me enfado, y me estreso, y acabo derrengada de tanto
sufrirme. Algunas veces veo a alguien que me mira condescendiente y pienso que
sí, que acabo de hablar sola y además me he tratado con crudeza. La pena es que
cuando nos muramos no nos habremos enterado absolutamente de nada porque todo
estaba en nuestra manipuladora mente. ¿En ese caso nos reencarnaremos o nos
iremos al limbo? ¿Que lo han quitado? Pues vagaremos cabreados para siempre
jamás.
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