viernes, 6 de enero de 2017

EL REGALO DE LOS REYES MAGOS

                                               








Siempre pensé que envejecer sería horrible. Me deprimía mucho imaginarme mayor. No soportaba fantasear con dolores y arrugada, pidiendo compañía y haciéndome la simpática para que no me dejaran sola.
Quizá cuando eres joven tu superficialidad llega a tal extremo que hasta los límites los estableces demasiado pronto.
En enero cumplo años y como se acaban de marchar los Reyes, tengo la sensación de que son ellos los que me los van quitando a poquitos, que se están llevando sigilosos mi juventud, por la noche, entre balcón y balcón, mientras dejan bicicletas y Barbies, mientras engullen peladillas que los niños les han depositado en sus zapatos. Luego se marchan a Oriente con el año que me han quitado, con los  dulces de los niños, con las copitas de licor. Por eso, siempre que abría el balcón, pensaba en la perdida de la lozanía, de ese esplendor que se iba oscureciendo, tan importante para una joven, y pensaba también que si los Reyes y enero continuaban a ese ritmo, pronto dejaría de caberme la ropa, se me formaría una pequeña calva en la parte posterior de la cabeza, perdería las llaves y pasaría días y días acusando a todo el mundo de habérmelas quitado a mala idea, que acabaría  descubriéndolas en el congelador, junto con los guisantes y las espinacas, que cuando me interrumpieran en una conversación, perdería el hilo y me quedaría como alelada. Que me extraviaría por la calle y hasta olvidaría como funciona el Google Maps. Que los zapatos que usara tendrían que ser planos y con plantillas.
Hoy de nuevo han llegado los Reyes, esos que se han llevado año tras año mi juventud. Pero por primer vez me he dado cuenta de que debajo del sofá, casi escondido,  habían dejado algo, un regalo valioso pero pequeño. Un regalo que se perdería si no era capaz de verlo, que se desharía como polvo si no lo recogía a tiempo.  Y ese regalo ha consistido en darme cuenta de que las arrugas han salido de tanto reírme, de que los michelines se han formado de tanta sabiduría acumulada en la cintura y en la tripa, que me siento tan llena que ya ni me abrochan los cinturones. Se me ha metido la experiencia hacia adentro y me he dado cuenta de que ahora es muy difícil hacerme sentir culpable o manipularme, que gano olfato para detectar a gente tóxica aunque lo pierda para percibir que se me están quemando las lentejas. Que a cambio de mis dioptrías me han dejado una visión panorámica de las cosas, y que aunque cada vez me cuesta más ver las hojas, observo con más nitidez el bosque. Que aunque tengo que renunciar a los tacones  mis pasos son cada vez más seguros, que me avergüenzo menos y disfruto más. Que no aguanto una noche de fanfarria pero que lo paso genial con un libro o imaginando los asesinatos que pienso cometer en mi nueva novela. Que tengo un imán que me dirige hacia aquellos que me aportan experiencia, conocimientos, comprensión y risas. Que desde la perspectiva que los Reyes me han ido dejando año tras año, doy un giro en cuanto huelo a un vampiro emocional, a un envidioso, a un criticón, a un victimista. Que me siento bien cuando estoy sola y también cuando estoy acompañada, que las buenas conversaciones y las risas se comparten con los que las tienen y no están relacionadas con la edad. Que hay jóvenes soporíferos y mayores que saben detener las horas con sus ocurrencias, su cultura y su alegría. Siento que esta etapa de mi vida, como aquella otra en su momento, merece la pena ser vivida y disfrutada, que puede ser corta, que llegaran los achaques pero también sé que es el bosque, con su profundidad y su negrura, el que aporta una visión panorámica y apasionante de la vida.
Ahora comprendo por qué los indios y algunas tribus consultaban a sus ancianos los problemas diarios. Y es que cada pérdida, arruga o michelín, trae su magia y su relleno.



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