Siempre
pensé que envejecer sería horrible. Me deprimía mucho imaginarme mayor. No
soportaba fantasear con dolores y arrugada, pidiendo compañía y haciéndome la
simpática para que no me dejaran sola.
Quizá
cuando eres joven tu superficialidad llega a tal extremo que hasta los límites
los estableces demasiado pronto.
En
enero cumplo años y como se acaban de marchar los Reyes, tengo la sensación de
que son ellos los que me los van quitando a poquitos, que se están llevando sigilosos
mi juventud, por la noche, entre balcón y balcón, mientras dejan bicicletas y
Barbies, mientras engullen peladillas que los niños les han depositado en sus
zapatos. Luego se marchan a Oriente con el año que me han quitado, con los dulces de los niños, con las copitas de licor.
Por eso, siempre que abría el balcón, pensaba en la perdida de la lozanía, de
ese esplendor que se iba oscureciendo, tan importante para una joven, y pensaba
también que si los Reyes y enero continuaban a ese ritmo, pronto dejaría de
caberme la ropa, se me formaría una pequeña calva en la parte posterior de la
cabeza, perdería las llaves y pasaría días y días acusando a todo el mundo de
habérmelas quitado a mala idea, que acabaría descubriéndolas en el congelador, junto con
los guisantes y las espinacas, que cuando me interrumpieran en una conversación,
perdería el hilo y me quedaría como alelada. Que me extraviaría por la calle y hasta
olvidaría como funciona el Google Maps. Que los zapatos que usara tendrían que
ser planos y con plantillas.
Hoy de
nuevo han llegado los Reyes, esos que se han llevado año tras año mi juventud.
Pero por primer vez me he dado cuenta de que debajo del sofá, casi escondido, habían dejado algo, un regalo valioso pero
pequeño. Un regalo que se perdería si no era capaz de verlo, que se desharía
como polvo si no lo recogía a tiempo. Y
ese regalo ha consistido en darme cuenta de que las arrugas han salido de tanto
reírme, de que los michelines se han formado de tanta sabiduría acumulada en la
cintura y en la tripa, que me siento tan llena que ya ni me abrochan los
cinturones. Se me ha metido la experiencia hacia adentro y me he dado cuenta de
que ahora es muy difícil hacerme sentir culpable o manipularme, que gano olfato
para detectar a gente tóxica aunque lo pierda para percibir que se me están
quemando las lentejas. Que a cambio de mis dioptrías me han dejado una visión
panorámica de las cosas, y que aunque cada vez me cuesta más ver las hojas,
observo con más nitidez el bosque. Que aunque tengo que renunciar a los tacones
mis pasos son cada vez más seguros, que me
avergüenzo menos y disfruto más. Que no aguanto una noche de fanfarria pero que
lo paso genial con un libro o imaginando los asesinatos que pienso cometer en mi
nueva novela. Que tengo un imán que me dirige hacia aquellos que me aportan
experiencia, conocimientos, comprensión y risas. Que desde la perspectiva que
los Reyes me han ido dejando año tras año, doy un giro en cuanto huelo a un vampiro emocional, a un envidioso, a un criticón, a un
victimista. Que me siento bien cuando estoy sola y también cuando estoy
acompañada, que las buenas conversaciones y las risas se comparten con los que
las tienen y no están relacionadas con la edad. Que hay jóvenes soporíferos y
mayores que saben detener las horas con sus ocurrencias, su cultura y su
alegría. Siento que esta etapa de mi vida, como aquella otra en su momento, merece
la pena ser vivida y disfrutada, que puede ser corta, que llegaran los achaques
pero también sé que es el bosque, con su profundidad y su negrura, el
que aporta una visión panorámica y apasionante de la vida.
Ahora
comprendo por qué los indios y algunas tribus consultaban a sus ancianos los problemas
diarios. Y es que cada pérdida, arruga o michelín, trae su magia y su relleno.
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