Ayer tuve que acudir a una reunión de la comunidad.
Hace años que no voy a semejantes guirigáis, porque siempre acaba alguno
herido de pensamiento, palabra, obra u omisión. Pero está vez se trataba de los
ascensores de mi vivienda, esos que pusieron y pagamos hace tres años y todavía
están a medias. Solo funciona de miedo la pequeña pantalla de televisión que
han instalado para acompañarte en el trayecto. Una pantalla que te anuncia, por
ejemplo, que a los soldados romanos se les pagaba con sal, y de ahí viene el
termino “salario”, la finalización de la primera guerra mundial o la muerte de
Petrarca, con el consabido desasosiego que esas informaciones producen cuando
vas a la playa con sombrilla, gafas de bucear y sillitas. No digo que cualquier
información no sea interesantísima, y que gracias al ascensor nunca me acuesto
sin saber algo nuevo, pero si esa pantalla ladeada hacia abajo, evita que metas
una silla de ruedas, un colchón, la sombrilla o la entrada de un obeso, pues,
la verdad, no me importa acostarme iletrada.
El caso es que tuve que bajar a la reunión porque vivo en el piso 24 de una
torre construida sobre otra, que tiene 10 pisos más sobre el nivel del mar, y
no es cuestión de quedarme atrapada por dejadez e inquina a ese tipo de
reuniones.
Acude gente exhaustiva, monótona, gritona y pesada. Es como si hablaran todos
aquellos a los que no les dejan hablar durante el año, y se desfogan en una
verborrea incontenible y sin dirección. Me han dicho que es una enfermedad muy
grave que se da mucho y que tiene un nombre. No sé cuál, luego lo busco.
Todo comenzó con la exposición que nos dieron los técnicos de la empresa de
ascensores, a los que se les había pasado por alto que iban a resultar más estrechos
de lo pactado y que solo alcanzaríamos a subir en fila india y a oscuras. Después
de miles de correos y reuniones con la junta, decidieron ampliarlos e
iluminarlos sin coste para los inquilinos, tanto si aceptábamos una cabina
central más grande con mucha obra u otra más chica (pero poco), y menos obras.
En principio la pregunta estaba clara para votar: ¿Llega al ático el
montacargas o el ascensor central? No veía yo mucha discusión al respecto. Pues
no fue así: un vecino hizo una larga exposición de los antiguos ascensores, la
belleza de sus botones, el encanto de sus traqueteos, el esfuerzo hasta llegar
a la playa, tan cumplidores ellos y tan adustos. Otro dijo que el arquitecto de
nuestro edificio de “illo tempore” era el mejor, y que él nunca se pudo
equivocar con las medidas. Le explicaron que las normas han cambiado y que “el
mejor” falleció en su momento, y luego nacieron otros, y se publicaron nuevas
normas de mantenimiento, y apareció el mundo digital que dio paso a nuevas
tecnologías… En fin, que ya estábamos en el siglo XXI y nadie podía evitarlo.
Otro se levantó y dijo que estuviéramos en el siglo XXI o en el Medioevo, no
pensaba pagar un duro más, a lo que le contestaron que ya habían dicho que no
iba a haber mayor coste. Una señora sorda, se puso a chillar que no pagaba y
sanseacabó.
La reunión comenzó a las seis de la
tarde y a las nueve y media de la noche todavía discutíamos sobre el arquitecto
inicial, los principios del movimiento Naciones y las restantes leyes Fundamentales.
Los representantes de la empresa de ascensores bebían agua y volvían a beber.
Algunos vecinos se peleaban ente ellos por colgar las toallas en la fachada,
otros pedían diez llaves del portal para su numerosa familia. Decidí echar un
sueñecito, y cuando desperté se hablaba de entregar las llaves digitales de la
vivienda con un chip como el de los perros, con nuestro ADN o DNI, que no me
acuerdo, para que solo pudiesen entrar los propietarios y consanguíneos. Me
volví a dormir soñando con que me hacían una prueba de paternidad para lo de la
llave y resultaba ser hija de Luis Fonsi. La reunión no terminó, solo que me
levanté y dije que yo votaba al ascensor grande. Todos me miraron con sorpresa porque
habían olvidado el orden del día. Y comenzaron de nuevo a alabar al arquitecto
de los años cincuenta. Los más mayores del lugar, se hicieron fuertes, acabaron
siendo partido bisagra, se han hecho con el poder, como los de la CUP, y ahora
me parece que tiene que volver a poner los viejos ascensores y pegarlos con
tiritas, supongo que esa decisión será buena para el calentamiento global, pero
yo me hice un selfie, más que todo para recordar que no debo acudir nunca más a
esas reuniones.
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