Toda
la vida había sido fan del rey Baltasar.
Lo
veía exótico, cariñoso. Un rey con mucho mundo y miles de cosas para contar. Era mi rey preferido.
Yo
había montado “un pollo” unos días antes en plena calle. No recuerdo el motivo,
solo sé que a partir de ese momento no se hablaba en casa de otra cosa. “Prepárate
porque no te van a traer juguetes,” decía mi madre. “Un criado de los reyes
estaba tras una portería y lo vio todo”, insistía mi hermano. “Es cierto, yo
también lo vi, apuntaba en una libreta
de color negro tu nombre”, me contaba otro.
Me
tapaba los oídos para no escucharles.
Yo confiaba
en Baltasar, en su sonrisa, en la cantidad de años que tenía, en que sabría que
yo me había arrepentido porque los reyes lo sabían todo, para eso eran magos. Porque
una pataleta la tiene cualquiera y tampoco era para ponerse así, pensaba.
Lo
miré suplicante cuando pasó por mi lado subido en su carroza el día de la
cabalgata. Él se mostró cordial, incluso me arrojó unos cuantos caramelos con
papel dorado, y esbozó una sonrisa franca, como de amigo. Me parece recordar que hasta me guiñó un ojo.
Mi
madre y mis hermanos podrían decir lo que quisieran pero Baltasar me había
perdonado, de eso estaba segurísima.
Me
acosté temprano aquella noche de reyes, y como todos los años, hecha un manojo
de nervios. No me atreví a levantarme ni para ir al baño, porque …, “si te ven
despierta no te traen nada”
Al
levantarme fui corriendo al balcón dónde había dejado alfalfa para los camellos
y turrones para los tres, no fueran a ofenderse por la predilección. Tres
copitas de vino dulce para que se les pasara el frió de la noche, y algunas nueces
por si el regreso a Oriente se les hacía muy largo.
Abrí
la ventana y solo vi unos trozos negros, enormes, oscuros y compactos, creo que
eran cuatro bloques de carbón. El carbón de los excluidos, de los que no merecen
nada. Había también una carta pero no quise saber nada de ella.
Me
encerré en mi habitación y no salí hasta el atardecer, a pesar de la insistencia,
no solo de mi madre sino de toda la la familia. “Que aquí dice que como te
arrepentiste abras el otro balcón”, “Que sí, mujer que te han perdonado.”
Era
cierto, el otro balcón, el que daba a la calle a de atrás, estaba lleno de juguetes,
pero eran juguetes que habían perdido su
magia.
Fue el
único año en que me negué a fotografiarme con los regalos, el único que no he
olvidado, que recuerdo paso a paso. Me duró el disgusto varios días, y juré no
volver a relacionarme con Baltasar nunca más.
La
vida me ha traído carbón en infinidad de ocasiones, me lo trajeron algunas
profesoras del colegio, amigas traicioneras, amores frustrados, catedráticos injustos
y jefes prepotentes. Me han dejado carbón en mis proyectos y en mi ilusiones,
pero siempre he buscado otro balcón, el
que contiene otra oportunidad, quizá el que diera a la parte de atrás. No
siempre lo he encontrado lleno de regalos, no siempre al volver a intentarlo he
logrado el éxito, pero siempre he tenido claro que hay que intentarlo porque
existen miles de balcones, y a lo mejor el premio está esperándote en otro,
quién sabe, e incluso a veces el regalo que encuentras es mucho mejor que el
que habías pedido.
Aquel
primer carbón que mis hermanos se zamparon en el desayuno porque resultó ser de
azúcar, me enseñó poco a poco a superar las frustraciones, a saltar por encima
del fracaso, a no echar la culpa a nadie y buscar dentro de mí las causas, los
motivos, los errores.
Ayer
mi nieta se acercó al rey Melchor que se apostaba en la puerta del cuartel del Conde
Duque para explicarle que se había portado mal con su madre. Melchor la escuchó
con paciencia, pasando su brazo por el hombro, cariñoso y comprensivo. Le dio
un pequeño rapapolvo envuelto en piruletas y afecto. Le explicó por qué no lo debía volver a hacer,
y la perdonó.
Ella
salió feliz del encuentro, se lo contó a su hermano, se lo contó a su padre y
me lo contó a mí.
Recordé
mi enemistad con Baltasar.
Espero
que Melchor no se la juegue, que no le traiga carbón, ni de azúcar ni de nata,
porque el primer carbón no se olvida nunca. Ya sé que cuanto antes lo recibas
antes aprenderás a superarlo. Aunque a ella no, por favor. Cuesta mucho enseñar
a levantarse a los nuestros porque para eso antes tienes que dejarles fracasar,
y duele tanto.
2 comentarios:
hola carmen muy bonito relato de tu infancia y bueno me imagino como te habrás sentido pero afortunadamente como dices hay muchos balcones solo hay que seguirlos abriendo, la vida a mi parecer carecería de sentido si no existieran esos carbones justamente por eso debemos valorar la vida y los acontecimientos.
un fuerte abrazo
Gracias, Nike me hace ilusión mantenerme en contacto contigo desde tan lejos. Qué bien las nuevas tecnologías.
He visitado tu blog aunque no haya tenido tiempo de hacerte ningún comentario. Me gusta mucho, pero sobre todo, que hayas vuelto a escribir en el blog.
Publicar un comentario