Cuando Susana vio que el verde del muñeco que se encendía en el semáforo era el mismo
verde del césped recién cortado, y empezó a oler a tomillo y a orégano, sintió
de nuevo el miedo a los colores intensos. Se asustó un poco al principio, pero
prefirió no darle importancia. Sin embrago se dio cuenta de que el azul del
vestido de la chica que acababa de entrar, era el azul del verano, de un día
despejado, de mar tranquilo y de peces. Era el azul de una tarde a la hora de la
siesta con un catamarán a lo lejos y mil velas en el horizonte. Se alarmó un
poco más y decidió regresar a casa porque las naranjas de aquella frutería por
donde pasaba el autobús, eran tan brillantes que su lengua se volvió ácida, y
los plátanos dolían en su intensísimo amarillo. Pero en realidad decidió
regresar cuando vio en las arrugas del anciano que acababa de sentarse a su
lado, todas sus risas y desalientos. Vio en un surco de su frente el nacimiento
de un miedo, y en la comisura de la boca la alegría de una tarde de amigos.
También vio dos pequeñas arrugas de abandono en el carrillo derecho, y dos surcos
de desamor junto a los ojos. Cada arruga llevaba el sello de una historia digna
de ser contada cualquier noche de junio frente a un vaso de sangría. Esperó la
siguiente parada para coger el autobús de vuelta. No podía demorarse más. Quizá
si tardaba no lograría llegar a tiempo. Y durante el regreso se tapó los ojos para no ver el rojo de un atardecer en las
letras de una gasolinera, y el negro de una pena en las escaleras de una
iglesia, ni el violeta de las hortensias, ni el ámbar de un caramelo.
Su
respiración cada vez se hacía más dificultosa, era como si le faltara el aire.
Cuando
llegó a casa se tapó los ojos y tanteando, metió en la maleta su pijama verde,
sus pantalones azules, su bata amarilla. Metió sus zapatillas de cuadros morados
y se dirigió a la clínica.
La
recibieron cordiales y la acompañaron a una habitación que ya conocía. Allí
pasó muchos días, y tomó muchas pastillas, todas las que necesitó para ver de
nuevo el blanco y el negro, el gris claro y el oscuro.
Cuando
regresó a casa, las naranjas habían perdido su acidez y con ella su color, también
los plátanos y la bata de su madre. De nuevo vio arrugas que no tenían
interpretación, y todo el mundo dijo que estaba curada. Por eso se atrevió de
nuevo a coger el autobús y mirar a su alrededor. Era cierto: estaba curada.
2 comentarios:
yo veo el bonito verde de la esperanza de poderte leer de nuevo. besos ! ;) silvia
Hola Silvia, me encanta tu blog como habrás podido comprobar. Y me hace mucha ilusión que vengas a visitarme, yo también lo hago.
Un beso muy fuerte.
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