sábado, 18 de enero de 2014

LOS COLORES DEL ARTISTA






Cuando Susana vio que el verde del muñeco que se encendía en el semáforo era el mismo verde del césped recién cortado, y empezó a oler a tomillo y a orégano, sintió de nuevo el miedo a los colores intensos. Se asustó un poco al principio, pero prefirió no darle importancia. Sin embrago se dio cuenta de que el azul del vestido de la chica que acababa de entrar, era el azul del verano, de un día despejado, de mar tranquilo y de peces. Era el azul de una tarde a la hora de la siesta con un catamarán a lo lejos y mil velas en el horizonte. Se alarmó un poco más y decidió regresar a casa porque las naranjas de aquella frutería por donde pasaba el autobús, eran tan brillantes que su lengua se volvió ácida, y los plátanos dolían en su intensísimo amarillo. Pero en realidad decidió regresar cuando vio en las arrugas del anciano que acababa de sentarse a su lado, todas sus risas y desalientos. Vio en un surco de su frente el nacimiento de un miedo, y en la comisura de la boca la alegría de una tarde de amigos. También vio dos pequeñas arrugas de abandono en el carrillo derecho, y dos surcos de desamor junto a los ojos. Cada arruga llevaba el sello de una historia digna de ser contada cualquier noche de junio frente a un vaso de sangría. Esperó la siguiente parada para coger el autobús de vuelta. No podía demorarse más. Quizá si tardaba no lograría llegar a tiempo. Y durante el regreso se tapó los ojos  para no ver el rojo de un atardecer en las letras de una gasolinera, y el negro de una pena en las escaleras de una iglesia, ni el violeta de las hortensias, ni el ámbar de un caramelo.
Su respiración cada vez se hacía más dificultosa, era como si le faltara el aire.
Cuando llegó a casa se tapó los ojos y tanteando, metió en la maleta su pijama verde, sus pantalones azules, su bata amarilla. Metió sus zapatillas de cuadros morados y se dirigió a la clínica.
La recibieron cordiales y la acompañaron a una habitación que ya conocía. Allí pasó muchos días, y tomó muchas pastillas, todas las que necesitó para ver de nuevo el blanco y el negro, el gris claro y el oscuro.
Cuando regresó a casa, las naranjas habían perdido su acidez y con ella su color, también los plátanos y la bata de su madre. De nuevo vio arrugas que no tenían interpretación, y todo el mundo dijo que estaba curada. Por eso se atrevió de nuevo a coger el autobús y mirar a su alrededor. Era cierto: estaba curada.

2 comentarios:

Silvia dijo...

yo veo el bonito verde de la esperanza de poderte leer de nuevo. besos ! ;) silvia

carmen dijo...

Hola Silvia, me encanta tu blog como habrás podido comprobar. Y me hace mucha ilusión que vengas a visitarme, yo también lo hago.
Un beso muy fuerte.