Se
acerca la Navidad y me habían ofrecido una demostración para comprar un robot
de cocina. Dicen que la cena me la iba a ver hecha, que era sencillísimo de usar
y limpiar, que de esa forma pasaría más
tiempo con los míos. Muy navideño todo. Sin embargo no pude negarme a la
visita, no en vano estamos en tiempo de
recuerdos.
A mi
padre le gustaba la electrónica. Creo que más que gustarle, le apasionaba. En
cuanto veía un aparatito nuevo en el mercado, perdía el norte. No importaba que
fuese un transistor, un reproductor de sonido, una tostadora, un cuchillo
eléctrico o un mecanismo para hervir huevos. Teodoro, su proveedor de cosas
innecesarias, solía venir los viernes y siempre traía un artilugio electrónico.
En cuanto mi padre escuchaba sus pasos por la escalera, le abría la puerta la
mar de ilusionado. Nos visitaba habitualmente y siempre traía algo recién
salido al mercado, un nuevo descubrimiento científico y casero que hacía sus
delicias.
Y
así era nuestra vida, lo mismo aparecía con una jaula que contenía un pájaro de
pega, capaz de entonar los melodiosos gorjeos graves y agudos, dulces y
animados de un jilguero, de un canario, ruiseñor o petirrojo (todo dependía del
interruptor que presionaras), que con una pitillera de rayas blancas y azules, que
cuando apretabas un botón salía un solo pitillo acompañado por los acordes de la marcha
Radetzky.
A mi me gustaba su afición, todos los hermanos
habíamos heredado algo de su apego por los aparatos, pero mi madre se desesperaba.
“Ni
se te ocurra sacar esa pitillera delante de mis amigas”, le decía furiosa ante la
sorprendente aparición del pitillo musical.
Transcurrían
de esa manera los días en mi casa, con descubrimientos continuos de las más
altas tecnologías. Fuimos los primeros que tuvimos en nuestra cocina un
microondas de tamaño enorme, también dispusimos de una inmensa pantalla efecto
lupa para la televisión, diseñada más para grandes espacios que para nuestro pequeño cuarto de estar, lo que ocasionó que nos tuviésemos que agrupar en el extremo más alejado de la pantalla para que no nos lloraran los ojos.
Pero
lo más gordo ocurrió la mañana que visitamos una feria de muestras en Murcia.
Había un charlatán que vendía un robot de cocina de la época. Metía cuchillas,
sacaba zumos; metía tomates, sacaba ensaladas; metía plátanos, sacaba batidos;
ponía hielo, salía nieve. Mi padre estaba embobado, y aunque mis hermanos y yo
tratamos de apartarlo de semejante tentación, regresamos a Alicante cargados con la dichosa batidora y
miles de artilugios que la acompañaban.
La
verdad es que el vendedor era experto en aparentar que el funcionamiento era
sencillísimo. Te daba la sensación de que si metías una pastilla de caldo Avecrem lograrías sacar
una gallina en pepitoria. El problema surgió al llegar a casa. Mi madre dijo
que eso no entraba en la cocina, nosotros la convencimos y nos estudiamos el
libro de instrucciones para quitar hierro al asunto. Pusimos cuchilla tras
cuchilla. Pero la verdad es que sin aquel avezado vendedor, el funcionamiento no
resultaba tan sencillo. No logramos más que elaborar miles de engrudos de
diferentes sabores y colores. Lo peor fue lavar las dichosas cuchillas que lo
acompañaban. No había quién despegara las pieles de las frutas, ni de las
verduras, y el dichosos robot acabó arrinconado en el cuarto trastero junto con
el jilguero de pega, el microondas, la lupa de la tele y la pitillera Radetzky.
Unos
meses más tarde vimos en la feria de Alicante al mismo vendedor tratando de
colar la batidora mágica a los viandantes. Continuaba a lo suyo, metiendo ingredientes
y sacando suculentos platos, pero mi padre que no estaba dispuesto a
perdonarle la estafa, se colocó frente al estand
y gritó que todo era una patraña, le contó a todo el que lo quisiera escuchar
que aquello no servía para nada, que limpiarlo era imposible. Se montó un buen
lío y tuvimos que sacarlo de la feria para evitar que el hombre lo denunciara
por afrentas.
Ayer
vino la vendedora, quería hacerme una demostración de cómo funcionaba una nueva
versión del robot culinario. Hablaba deprisa como el de la feria: metía
cuchillas, sacaba cebolla caramelizada; metía huevos, sacaba suflé; metía zanahorias,
sacaba sopa de verduras.
Era
un prodigio, una maestría, un auténtico cerebro alimenticio, pero no lo compré por
su recuerdo. Estoy segura de que él jamás me lo hubiese perdonado.
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