El
lunes, nada más abrir el móvil, apareció un mensaje que me pareció críptico, no
por la misiva en sí, sino por el profundo conocimiento de mi entorno que
demostraba. Me informaba de que era el cumpleaños de mi abuela Jimena y me
preguntaba si estaba en mi ánimo felicitarla. Pues vamos allá, contesté un
poco por compromiso. A mí, la verdad, que conozcan mis planes para la noche del sábado,
dónde guardo las sartenes, el aceite de oliva virgen extra o los huevos poché,
lo paso. Paso incluso por que me sigan por la calle, vean en qué restaurante
ceno, la marca de las gafas de bucear que uso para pescar pulpo o el contenedor al que arrojo los
semisólidos. Pero que sepan el día que cumple años mi abuela Jimena, para la que se detuvo el tiempo y las velas a los treinta y cinco, que ha dejado escrito en su testamento
que el que ponga en la lápida su fecha de nacimiento, pierde la mejora y la
libre disposición. Pues qué quieres que te diga, mosquea. Menos mal,
pensé, que como no tiene ordenador, no
entra en las redes sociales y ocupa la
totalidad de su tiempo disponible en hacer croquetas y ganchillo, no se enterará
de que la he felicitado. Pero
cual ha sido mi sorpresa cuando me ha llamado mi primo Eliseo esta mañana para decirme que
estoy desheredada yo y toda mi descendencia por enviarle por google a la abuela
una tarta de cumple llena de velas. Lo de desheredarme me da un poco igual,
porque entre todos los que somos y lo poco que tiene, pues casi mejor, me
ahorraré impuestos. Pero el come/come que se me ha quedado con la noticia de
que google ha llegado a ella a través de sus ganchillo y sus croquetas para
entregarle la tarta vía “on line”. Eso, eso no tiene nombre. Eso va contra la
Ley de protección de datos, el derecho a la intimidad, la asociación ilícita para
delinquir y muchas cosas más.
¿Es que acaso no hay nadie que nos proteja?
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