El
sábado me encontré con la nieta de mi profe de latín: don Juan. Yo a ese hombre no le llamaría profesor, ni
catedrático, ni titular ayudante, ni Doctor Emérito, ni Honoris Causa, ni nada
por el estilo. Le llamaría: MAESTRO. Pero maestro como Sócrates, como
Aristóteles y Platón. Un maestro, para mí, es un hombre que le apasiona el saber y se
empeña en inculcárselo a sus alumnos. Despierta
el placer por el conocimiento casi sin darse cuenta.
Yo
era buena estudiante hasta los comienzos de la adolescencia, quizá fueron las
hormonas, las espinillas, los complejos. Solo recuerdo una desidia enorme por
todo lo que me rodeaba. Me acuerdo de tardes enteras encerrada en mi
habitación, escuchando música, aislada. Es difícil comprender a un adolescente,
incluso para él mismo. Me acostumbré a ser de las últimas de la clase sin que
me temblara el pulso. Cuando un profesor preguntaba: “A ver, quién sabe…,” Tan
solo ese “A ver, quién sabe…” ya me producía un desinterés enorme. Menudo
rollo, saber más que los demás: Passsso.
Qué
pena que algo así suceda, qué pena que los profesores no se den cuenta de lo
terriblemente mal que lo está pasando el alumno desmotivado. Qué pena que te
acostumbres a no luchar, a no preocuparte en los exámenes más que de copiar
para salvar el pellejo. Qué pena sentirte tan inútil. Y fue entonces cuando
llegó don Juan. Lo recuerdo perfectamente, era el nuevo profesor de latín y
también de filosofía. Alto, enorme, con esa sonrisa plácida de tener todo el tiempo del
mundo, enamorado de su trabajo y de las asignaturas que impartía, decidido a que
nos enamorásemos nosotros también, dispuesto a escucharnos, a esperar a los
rezagados. Y yo, que había olvidado lo que era atender en clase, me descubrí emocionada con la concordancia de
las palabras, la búsqueda de la frase, la traducción según el tiempo de los
verbos y la declinación de los sustantivos. Esas cosas que parecen a simple
vista tan horribles, me produjeron la fascinación de un descubrimiento, una
forma de desentrañar un jeroglífico o la forma de descifrar un enigma que solo
podías resolver si te estudiabas muy bien los tiempos de los verbos, las
conjugaciones, las declinaciones. Porque si encontrabas en la frase el
acusativo singular, habías descubierto el complemento directo, nada menos, y ya solo era cuestión de encontrar el verbo en tercera
persona del singular. Lo descubrías aunque estuviera muy lejos, casi al final.
¡Ya lo tengo!
Me
emocioné con el estudio sin ser capaz de
recordar cuándo ni cómo el latín se había convertido en un vicio, una máquina
recreativa, un juego adictivo. Don Juan paseaba por la clase hablando latín y
yo lo traducía cada vez con mas facilidad. Era cómo si me estuviera convirtiendo
en una bilingüe de lenguas muertas. Y
después vino la filosofía. Ni siquiera entendía de qué podría ir esa materia
tan ambigua. y sin embargo, de nuevo él logró apasionarme por los silogismos.
Todavía recuerdo ese BARBARA, CELARENT,
DARII, Y FERIO. Me enseñó a moverme como Pedro por su casa por los conceptos abstractos,
a razonar con lógica.
Filosofía,
latín, griego. De pronto nació un acicate que me impulsaba a conocer, a
curiosear, a dejar mi indolencia y mi habitación por algo que me empujaba a
interesarme de nuevo por las clases, por la vida que pasaba a mi alrededor. Y
cuando llegaron las notas me encontré con la sorpresa. “Su hija no es normal.
Dos sobresalientes y cuatro suspensos”, le dijeron los profesores a mis padres
sin hacerse más preguntas. Y Don Juan convenció a mi padre para que me llevara
a su academia porque estaba ya etiquetada en el colegio. Me matriculé por libre
e hice dos cursos en un año. Me reencontré con mis compañeras de nuevo al año
siguiente, en COU, y ya nunca volvió esa
desidia en las clases.
Hoy
puedo decir que estudié e hice exactamente lo que quería hacer y que nunca
olvidé a ese hombre que se cruzó en mi camino cuando más lo necesitaba, que me
enseñó a levantarme.
No
había vuelto a saber de su vida hasta
que me presentaron a su nieta. Y cuando ocurrió, me sentí tan bien que desee
que todos los profesores, universitarios o no, con master o no, catedráticos, doctores o no, sean para sus
alumnos lo que don Juan fue para mí: un
verdadero MAESTRO.
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