Recuerdo
un ejercicio que hicimos en clase, consistía en describir una fiesta a la que
habíamos asistido. El experimento resultó interesantísimo porque daba la sensación de
que habíamos ido a fiestas completamente diferentes. Uno se extendía sobre lo
sustanciosa y rica que había sido la comida, otro; sobre lo bien presentados
que estaban los platos, los detalles del mantel y los adornos, otra; sobre lo
guapos que eran algunos invitados, las ropas, la conversación, la cultura o la
distinción de los apellidos. Algunos lo
pasaron de miedo y otros se aburrieron un montón. Del anfitrión había múltiples
versiones, y de la decoración de la casa, otras tantas.
El
mundo es absolutamente diverso, lleno de facetas, por eso me encanta preguntar
opiniones. Soy profundamente curiosa y una
de las actitudes que me llama más la atención es la visión que los hombre
tienen sobre las mujeres. Ellos nos ven de una forma curiosa. Algunos escritores
que narran en una primera persona femenina, reflejan un lado narcisista que
está muy lejos de responder a la realidad. Todavía recuerdo a un compañero que
nos leía cómo su “prota”, una mujer, por lo visto guapísima, se miraba en el
espejo antes de acudir al trabajo y se regodeaba con sus turgentes pechos, como
si los descubriera perpleja mañana tras mañana. Las compañeras nos moríamos de
risa por esa visión sobre las
mujeres. La verdad es que, a no ser que se los acabaran de poner, que se hubiese
pasado la vida soñando con ellos o que le hubiesen costado un pastón, no
conozco a ninguna mujer dispuesta a extasiarse, y mucho menos a las siete de la mañana, ante su exuberancia. Las mujeres, en general, somos bastante más inseguras de lo
que los hombres piensan. Una mujer, no ya guapa, sino rotunda, como denominaba un
compañero a aquellas bellezas sobre las que no se admite replica, es capaz de
magnificar un insignificante juanete o espinilla como para sentirse disminuida. Un guapo, sea hombre o mujer, nace con ello y lo vive con naturalidad. El problema
es que actualmente no se nace sino que se hace, por lo que a lo mejor el alumno
no andaba tan desencaminado a la hora de describir a su “prota” cayendo rendida hacia esas protuberancias recién
estrenadas.
No
digo que la vanidad no exista, pero toda mujer sabe o debería saber, que la
belleza, en numerosos casos y por desgracia, juega en su contra. Tengo un amigo
que cuando le atiende una medica guapa, se mosquea. “Esa no debe saber ni una
palabra. La han aprobado por guapa, estoy seguro”, me explica, y luego se queda
tan pancho. Por eso distingo las que viven de su imagen, de aquellas a las las que
precisamente su imagen se devalúa por enseñar de forma innecesaria sus
encantos. Me refiero, no a Cristina Pedroche que vive del escandalo navideño,
ni a Ana García Obregón que vive de la operación biquini desde el pleistoceno,
sino a escritoras que para presentar sus libros cruzan las piernas y pasan el
acto enseñando el muslamen. Me pregunto si una editorial se juega su
prestigio y su dinero por muslos, escotes o por la carne capaz de mostrar.
El
mundo es complejo, diferente y con matices, por lo que cada uno decide de qué quiere
ir por la vida, pero reconozcamos que no es lo mismo que Ronaldo se quite la
camiseta para enseñar músculo después de un gol, que encontrarte a la cirujana
que te va a operar enseñando turgentes
en el quirófano. No, no es lo mismo.
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