Existe
un hombre que no se sabe si está vivo o muerto. Tiene doscientos y pico años
pero se quedó en éxtasis y ahora no se sabe si su estado es de profunda
meditación o fallecido. (quizá en los nuevos test que te ponen para entrar en
los EEUU, incluyan la pregunta). Dicen que el hombre durante los doscientos y
pico años de pensamiento y concentración perdió la nariz, pero eso no quiere
decir nada, es solo eso, que la perdió. No se sabe si se le cayo el moquillo o
fue una ráfaga de viento huracanado. El asunto forma parte del misterio.
Si
ya me tenían preocupada los congelados del Everest que se utilizan de
señalización para las expediciones, esto me ha trastornado completamente.
Este
tipo de cosas las escucho por las noches los días de insomnio, si he cenado
demasiado o si el vinito me sentó fatal, pero nunca había llegado a tanto. A
esas horas en vez de emitir canciones de cuna para que los oyentes cojan el
sueño, lo único que emiten son historias increíbles, espeluznantes y
aterradoras para dejar a los insomnes hechos polvo y mantener las audiencias.
Doy un respingo y me levanto a comer, porque
no hay nada que consuele más que las galletas María a palo seco. Los temas
esotéricos siempre me dieron hambre. A
veces, al despertar con noticias como esa, no sé si lo he soñado o realmente
nuestro acontecer diario está plagado de misterios insondables. Me cuesta
volver a coger el sueño y mi pesadilla me lleva al lama, porque lo que se me ha
olvidado contar es que el hombre de doscientos y pico años es un lama en
meditación, “profunda meditación” insisten los expertos. Lo imagino inmerso en
una nube, atrapado entre dos mundos, como si se hubiese cogido la túnica en una
puerta y ya no pudiese salir de allí. Me entra pánico. Lo que más miedo me da en
el mundo es que después de muerta me quede ubicada en tierra de nadie, vagar
por el espacio sideral dando vueltas como un asteroide, quedarme atrapada en una
casa encantada, como la niña del palacio de Linares, diciendo chorradas sin parar,
quedarme como flotando en lo oscuro, que se me caiga la nariz o las orejas y
que las generaciones venideras vengan a cachondearse de mí aspecto. No me
hubiera congelado como Walt Disney ni por todo el oro del mundo, y ahora
resulta que eso es aleatorio, que si te pilla el pleno yoga mental la has
fastidiado. Hasta ahora meditaba para calmar mis nervios cuando me decían en la
farmacia que el medicamento de ochenta y cuatro con setenta y cinco euros que
me recetó el cardiólogo no me lo cubre Muface. Ya le había cogido el tranquillo
a la meditación y al “ooooom” cuando me encuentro con la posibilidad de
quedarme en tierra de nadie por ansiosa. Me tomo un Relaxul para atemperar mi
desasosiego y, mientras espero que haga efecto, el locutor, que está desbarrado,
nos habla de un tío que lleva veintitrés años en “deja vu”. No puedo continuar
la historia porque se me cierran los ojos y pierdo el sentido. Me duermo como
un ceporro y se me queda interruptus
la historia.
Nada
más levantarme busco en el ordenador al monje. Tiene buen aspecto dentro de lo
que cabe, luego al del “deja vu”, pero a ese no lo encuentro.
No
hay nada como escuchar la radio a las tres de la madrugada para descubrir
realidades paralelas, agujeros negros y misterios sin resolver.
Esta
noche me pongo el despertador, faltaría más.
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