domingo, 17 de mayo de 2015

BUDAPEST Y RAYANAIR

















El día de San Isidro no lo he pasado en La Pradera, ni en Las Vistillas, ni siquiera he visto a los políticos haciendo campaña. Esa era mi intención al comienzo de la tarde, ante el sol, los pajaritos, las rosquillas tontas y las listas. Ya me estaba yo preparándo para salir cuando se me ha ocurrido abrir el ordenador. Ha sido en ese instante, justo ahí, cuando ha cambiado el rumbo de mi vida. Se ha producido lo que los escritores llamamos “el conflicto”, porque para que se inicie una historia que cambia tu vida tiene que haber un conflicto, y el mío es que se abre una página de vuelos baratos. “¿Por qué no se va usted a Budapest?” Y me entra el cosquilleo. Llamo a mi marido  la mar de ilusionada y nos chafamos el programa entero de “Españoles por el mundo: Budapest”. Un tío que vende cuadros nos enseña el parlamento;  otro, que se dedica a la informática, el paseo por el Danubio; otro, que se había enamorado de una húngara sosísima, los restaurantes de moda.
Nos podíamos ir los dos, cuatro días, tan solo por 350 euros ida y vuelta con hotel cuatro estrellas incluido.”
Abrimos la página de contratación ilusionados. Ponemos nuestros nombres una docena de veces, buscamos el pasaporte, le contamos a Rayanair hasta nuestro más ocultos pensamientos porque nos lo pregunta todo, que si quiere seguro, que si le facturamos la maleta, que si coche. Todo lo dan por hecho, así que tienes que buscar el medio para poner que no sin que se den cuenta, porque si se dan, caduca la página y te dejan empantanado.
 Son las siete y media de la tarde cuando llega el momento álgido, el nudo parece haber terminado, y comienza el desenlace: los datos de la tarjeta.  ¿De debito o crédito?, ¿Master Card o Visa?, y dentro de Visa, ¿electrón o de andar por casa?” No sé, lo normal. “Y dentro de master card…”
Llamo a mi hija que trabaja en un banco para que me oriente pero no me lo coge, le envío un mensaje poniéndola verde por no ayudar a su madre en un momento tan delicado. Está en La Pradera y pasa de mí.
De nuevo caduca la página y hay que volver a empezar. De pronto se abre una ventanita en la parte superior derecha que dice que has superado el tiempo y que mientras tanto ha subido el precio. De nuevo, los datos, las preguntas para pillarte desprevenida y colarte el seguro, el alquiler del coche. Vuelvo a ponerlo todo, vuelven a ponerme los que ellos quieren. Después de varios intentos, logro de nuevo llegar a la fase final, la más delicada: el número de la tarjeta. Se vuelve a abrir la ventanita “Su vuelo ha subido de precio.” Ya no nos importa, el culminar el proceso  se ha convertido  en una cuestión de honor.
Lo siento, el número de su tarjeta es erróneo, dice. Se abre otra ventanita arriba a la izquierda  con la foto de una chica muy mona que se ofrece a ayudarnos, pero es pinchar y desaparecer. Mi marido se rinde pero yo he entrado en un proceso de ansiedad que me  impide dejar de teclear los datos de nuestro DNI, nuestra  fecha de nacimiento, nuestro número de Visa. Aparece un teléfono por la esquina inferior izquierda para comunicarnos que si nos estamos liando, llamemos al 11816 (y que nadie olvide ese número, porque es un número de información de telefónica por el que te cobran cinco euro, solo por el establecimiento de llamada). Casi me da un soponcio y cuelgo. Vuelve a aparecer la chica mona por si tienes pegas. A esas alturas lo único que puedo hacer es aporrear el teclado mientras noto como va saliendo un sarpullido por mi cuerpo. De pronto me preocupa la cantidad de veces que hemos tecleado nuestros datos y los de nuestras tarjetas de crédito. Recuerdo entonces que un vendedor de billetes del Ave me había contado que un anciano en plena vorágine de contratación “on line”había pagado hasta diez billetes de una tacada.
Cierro el ordenador, anulo los datos y apago la luz para que no me vean, sobre todo los de telefónica. Ya son las diez de la noche, la Pradera a rebosar y a mí no hacen más que enviarme mensajes por el móvil los de Rayanair, los de E Dreams, los de Rumbo ofertas. Quizá haya reservado con todos. No me atrevo a abrir el ordenador por si me están esperando para abrir ventanas arriba y abajo.
Tampoco  enciendo la tele, temo que salgan los españoles en Budapest y se meten en mi casa. Me tomo un Lexatín, dos bolsitas de Duerme bien, y una infusión de Relax. Antes de apagar la luz recibo un mensaje, el viaje ya cuesta mil quinientos euros, pero eso sin contar la factura de telefónica.


1 comentario:

Juan Carlos Garrido dijo...

XD
De vez en cuando conviene desempolvar el refranero: nadie da duros a tres pesetas.
Saludos.

P.D.: ya te enlacé en mi blog
http://novelasombraschinescas.blogspot.com.es/