El
día de San Isidro no lo he pasado en La Pradera, ni en Las Vistillas, ni
siquiera he visto a los políticos haciendo campaña. Esa era mi intención al
comienzo de la tarde, ante el sol, los pajaritos, las rosquillas
tontas y las listas. Ya me estaba yo preparándo para salir cuando se me ha
ocurrido abrir el ordenador. Ha sido en ese instante, justo ahí, cuando ha
cambiado el rumbo de mi vida. Se ha producido lo que los escritores llamamos “el
conflicto”, porque para que se inicie una historia que cambia tu vida tiene que
haber un conflicto, y el mío es que se abre una página de vuelos baratos. “¿Por
qué no se va usted a Budapest?” Y me entra el cosquilleo. Llamo a mi marido la mar de ilusionada y nos chafamos el
programa entero de “Españoles por el mundo: Budapest”. Un tío que vende cuadros
nos enseña el parlamento; otro, que se
dedica a la informática, el paseo por el Danubio; otro, que se había enamorado
de una húngara sosísima, los restaurantes de moda.
Nos
podíamos ir los dos, cuatro días, tan solo por 350 euros ida y vuelta con hotel cuatro
estrellas incluido.”
Abrimos
la página de contratación ilusionados. Ponemos nuestros nombres una docena de
veces, buscamos el pasaporte, le contamos a Rayanair hasta nuestro más ocultos
pensamientos porque nos lo pregunta todo, que si quiere seguro, que si le
facturamos la maleta, que si coche. Todo lo dan por hecho, así que tienes que
buscar el medio para poner que no sin que se den cuenta, porque si se dan,
caduca la página y te dejan empantanado.
Son las siete y media de la tarde cuando llega el
momento álgido, el nudo parece haber terminado, y comienza el
desenlace: los datos de la tarjeta. ¿De
debito o crédito?, ¿Master Card o Visa?, y dentro de Visa, ¿electrón o de andar
por casa?” No sé, lo normal. “Y dentro de master card…”
Llamo
a mi hija que trabaja en un banco para que me oriente pero no me lo coge, le
envío un mensaje poniéndola verde por no ayudar a su madre en un momento tan delicado. Está en La Pradera y
pasa de mí.
De
nuevo caduca la página y hay que volver a empezar. De pronto se abre una
ventanita en la parte superior derecha que dice que has superado el tiempo y
que mientras tanto ha subido el precio. De nuevo, los datos, las preguntas para
pillarte desprevenida y colarte el seguro, el alquiler del coche. Vuelvo a ponerlo todo, vuelven a ponerme los que ellos quieren. Después de varios intentos,
logro de nuevo llegar a la fase final, la más delicada: el número de la
tarjeta. Se vuelve a abrir la ventanita “Su vuelo ha subido de precio.” Ya no
nos importa, el culminar el proceso se
ha convertido en una cuestión de honor.
Lo
siento, el número de su tarjeta es erróneo, dice. Se abre otra ventanita arriba
a la izquierda con la foto de una chica
muy mona que se ofrece a ayudarnos, pero es pinchar y desaparecer. Mi marido se
rinde pero yo he entrado en un proceso de ansiedad que me impide dejar de teclear los datos de nuestro DNI,
nuestra fecha de nacimiento, nuestro número
de Visa. Aparece un teléfono por la esquina inferior izquierda para
comunicarnos que si nos estamos liando, llamemos
al 11816 (y que nadie olvide ese número, porque es un número de información de
telefónica por el que te cobran cinco euro, solo por el establecimiento de
llamada). Casi me da un soponcio y cuelgo. Vuelve a aparecer la chica mona por
si tienes pegas. A esas alturas lo único que puedo hacer es aporrear el teclado
mientras noto como va saliendo un sarpullido por mi cuerpo. De pronto me preocupa la cantidad de veces que hemos
tecleado nuestros datos y los de nuestras tarjetas de crédito. Recuerdo entonces
que un vendedor de billetes del Ave me había contado que un anciano en plena vorágine de contratación “on line”había
pagado hasta diez billetes de una tacada.
Cierro
el ordenador, anulo los datos y apago la luz para que no me vean, sobre todo
los de telefónica. Ya son las diez de la noche, la Pradera a rebosar y a mí no
hacen más que enviarme mensajes por el móvil los de Rayanair, los de E Dreams,
los de Rumbo ofertas. Quizá haya reservado con todos. No me atrevo a abrir el ordenador por si me están esperando para abrir
ventanas arriba y abajo.
Tampoco
enciendo la tele, temo que salgan los
españoles en Budapest y se meten en mi casa. Me tomo un Lexatín, dos bolsitas
de Duerme bien, y una infusión de Relax. Antes de apagar la luz recibo un
mensaje, el viaje ya cuesta mil quinientos euros, pero eso sin contar la
factura de telefónica.
1 comentario:
XD
De vez en cuando conviene desempolvar el refranero: nadie da duros a tres pesetas.
Saludos.
P.D.: ya te enlacé en mi blog
http://novelasombraschinescas.blogspot.com.es/
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